**Diario de un hombre**
Visitando a mi hija en el cementerio, mi esposa vio a una niña desconocida sentada en un banco, susurrando algo al retrato de la lápida. Su corazón se detuvo.
Los últimos rayos del atardecer se filtraban entre las gruesas cortinas, tiñendo el costoso tapiz persa con franjas cansadas y opacas. El aire del salón, normalmente perfumado por flores exóticas y fragancias caras, hoy era denso, electrizante, cargado de presagios.
¿Otra vez con Lucía? ¿De verdad crees que debo cuidarla? La voz de Cristina, normalmente dulce y seductora, temblaba de ira contenida. Estaba en el centro de la habitación, impecable en su bata de seda, como tallada en porcelana, lanzando una mirada desafiante a su marido. ¡Tiene niñera! ¡Y está tu exmujer, su abuela! ¿Por qué debo dejarlo todo otra vez?
Alberto, un hombre de sienes plateadas y porte firme, ni siquiera alzó la vista de sus papeles. Su calma era falsa, como la quietud antes de la tormenta.
Ya lo hablamos, Cristina. Dos veces al mes. Dos sábados. No es una petición, es la condición mínima que aceptaste al casarte conmigo. Carmen necesita descansar. Y mi “exmujer”, como te gusta llamarla, vive en otra ciudad y apenas ve a su nieta. Lucía es mi sangre. Y, por cierto, la hija de Elena. Tu antigua amiga.
Las últimas palabras las pronunció con un deje de acero, pero Cristina lo sintió como un golpe. Esa conexión la sacaba de quicio.
Amigas rió con amargura. ¿La misma Elena que lo dejó todo y tuvo una hija con cualquiera, dejándote a ti las consecuencias?
Las palabras escaparon antes de que pudiera detenerse. Cristina se mordió el labio, un escalofrío recorriéndole la espalda. Vio cómo Alberto dejaba lentamente los documentos y la miraba, sus ojos fríos, sin emoción. Recordó aquel día, medio año atrás, cuando Lucía derramó zumo en el sofá. Cristina la agarró del brazo, le gritó en la cara y entonces apareció él. Sin alzar la voz, solo apartó su mano y dijo, con una claridad glacial:
Si la tocas otra vez si le pasa algo por tu culpa te romperé cada dedo. Uno a uno. ¿Entendido?
Lo entendió. Entonces, como ahora, sabía que este hombre, que le había dado lujos y la había rescatado de la pobreza, no la amaba. La toleraba. Y ella le temía. Hasta la médula. Y no había escapatoria. La idea de volver a aquel minúsculo piso con sus padres borrachos era más aterradora que cualquier castigo. Se había encerrado sola en esta prisión dorada, y ahora su carcelera era una niña pequeña.
Cambió de tono al instante. Sus ojos se llenaron de lágrimas, su voz se volvió miel.
Alberto, perdóname No quise decir eso. Es solo que estoy agotada. Tengo una cita médica importante, llevo semanas esperándola
Pero él ya no escuchaba. Alejó sus excusas como si fueran un mosquito molesto. Su atención estaba en la puerta, de donde llegaban las risas de Lucía. Allí, en la habitación de juegos, la niña construía una torre con su niñera, Carmen. El rostro de Alberto se transformóla dureza desapareció, sus ojos se llenaron de una ternura casi sagrada. La levantó en brazos, haciéndola girar. Lucía reírse, abrazándolo del cuello.
Cristina observó la escena desde el salón. El odio, frío y hirviente, le apretaba el corazón. Era una intrusa en ese mundo. Un adorno en un piso de lujo. Y mientras Lucía existiera, siempre sería así. En su mente, endurecida por años de lucha, maduró una decisión. *”No temas, pequeña molestia. Hoy nos despedimos.”*
Desde joven, supo lo que quería. Su belleza era su única arma y capital. Mientras su amiga Elena soñaba con el amor y escribía poesía, Cristina estudiaba listas de hombres ricos. Eligió a Albertoel padre de Elena, veinticinco años mayor, pero dueño de todo lo que anhelaba: poder, dinero, estatus.
¿Traición? Una palabra sin sentido para ella. Sin remordimientos, sedujo al padre de su mejor amiga. Para Elena, fue el fin. Se fue, desapareció. Un año después, Alberto supo que había tenido una hija. Cuatro años más tarde, que ya no estaba. Un accidente.
Abrumado por el dolor y la culpa, Alberto volcó todo su amor en su nieta, a quien encontró y llevó consigo. Lucía se convirtió en el centro de su vida. Y Cristina, la joven y bella esposa, quedó al margen. La niña era un recordatorio vivo de su traición y el mayor obstáculo para el control total de su marido y su fortuna. El obstáculo debía desaparecer.
El plan era simple y cruel. Primero, deshacerse de Carmen, reemplazándola por una niñera distraída, Laura, una estudiante siempre pegada al teléfono. Calculó bien.
Ese sábado, mientras Alberto estaba en una reunión, Cristina observó desde la ventana cómo Laura paseaba con Lucía en el parque. Esperó. Y llegó el momentoel teléfono de Laura sonó, se alejó hablando, dejando a la niña sola. Cristina salió, se acercó con una sonrisa:
Lucía, tu abuelo quiere llevarte a un lugar mágico. ¿Vamos?
La niña, confiada, asintió. Minutos después, estaban en el coche. Por el retrovisor, Cristina vio a Laura corriendo en pánico por el parque. Su sonrisa se tornó cruel.
El viaje fue largo. Primero, Lucía miraba por la ventana, luego empezó a quejarse, y al final, a llorar:
¡Quiero ir con el abuelo! ¡Quiero volver a casa!
Cristina condujo en silencio, subiendo la música para ahogar el llanto. Condujo durante horas, adentrándose en la nada, por caminos destrozados, hasta que la ciudad quedó atrás. Finalmente, se detuvo junto a la verja oxidada de un viejo cementerio abandonado. Árboles añoseros proyectaban sombras largas y siniestras sobre las tumbas descuidadas.
Sacó a la niña llorando del coche. El aire olía a humedad y hojas podridas.
Hemos llegado dijo Cristina. Esta es tu nueva casa. El abuelo no te encontrará. Adiós.
Lucía, aterrorizada, corrió hacia el coche, pero Cristina la empujó con rudeza. La niña cayó, sollozando. Para silenciarla, Cristina le dio una bofetada. Lucía se quedó quieta, mirándola con ojos llenos de miedo y lágrimas. Cristina arrojó el coche, arrancó el motor y se fue sin mirar atrás. En el retrovisor, por un instante, vio la pequeña figura en el camino, agitando la mano instintivamente. Luego, una curva. Y silencio. Cristina pisó el acelerador.
Para Valentina, el sábado era sagrado. Cada semana visitaba el cementerio. Vestida de negro, con un pañuelo en la cabeza, caminaba por el pueblo, evitando miradas. No quería lástima ni palabras vacías. Este camino era solo suyo.
Doce años atrás, se mudó aquí. A su hija, Clara, de diez años, le diagnosticaron una enfermedad ósea rara e incurable. Los médicos recomendaron paz y aire puro. Su marido no lo soportó, desapareció. Valentina se quedó sola.
Al principio fue insoportable. Se encerró en su dolor, cuidando a su hija moribunda. Pero el







