**Diario de un Hombre**
Visitar a mi hija en el cementerio se había convertido en mi rutina. Pero aquel día, algo cambió. Entre las sombras de los cipreses, una niña desconocida susurraba frente al retrato de mi pequeña. Mi corazón se detuvo.
Los últimos rayos del sol se filtraban por las gruesas cortinas de terciopelo, iluminando el lujoso tapiz persa con franjas pálidas y cansadas. El aire en el salón, usualmente perfumado por flores exóticas y colonias caras, hoy pesaba como plomo, cargado de electricidad, presagiando tormenta.
¿Otra vez con Lucía? ¿De verdad crees que debo cuidarla cada vez? La voz de Marina, dulce y seductora en otras ocasiones, temblaba de rabia contenida. Vestida con su bata de seda, impecable como una muñeca de porcelana, me lanzó una mirada desafiante. ¡Tiene niñera! ¡Y está tu exmujer, su abuela! ¿Por qué siempre debo ser yo?
Alejandro, mi nombre. Canas en las sienes, postura firme. No levanté la vista de los documentos. Mi calma era falsa, como la quietud antes del huracán.
Ya lo hablamos, Marina. Dos veces al mes. Dos sábados. No es una petición, es la condición que aceptaste al casarte conmigo. Carmen necesita descansar. Y mi “exmujer”, como tanto te gusta llamarla, vive en otra ciudad. Lucía es mi sangre. Y, por cierto, hija de Sofía. Tu antigua amiga.
Las últimas palabras las pronuncié con un filo apenas perceptible, pero ella lo sintió como un latigazo. Esa conexión la enloquecía.
Amiga Se rió amargamente. ¿La misma Sofía que lo dejó todo y tuvo una hija con cualquiera, dejándote a ti los problemas?
Las palabras escaparon antes de que pudiera detenerse. Marina se mordió el labio, helada. Recordó la última vez, seis meses atrás, cuando Lucía derramó zumo en el sofá. Marina la agarró del brazo, gritándole. Yo aparecí. Sin alzar la voz, solo le dije:
Si la tocas otra vez si le pasa algo por tu culpa te romperé cada dedo. Uno a uno. ¿Entendido?
Lo entendió. Sabía que no la amaba. Solo la toleraba. Y ella me temía. El miedo a volver a su vieja vida, a ese piso minúsculo con padres borrachos, la mantenía prisionera en esta jaula dorada. Su carcelera era la niña.
Marina cambió el tono al instante. Lágrimas, voz melosa.
Alejandro, perdóname No quise Es solo que estoy agotada. Tengo cita con el médico, la esperé semanas
Pero ya no escuchaba. Mi atención estaba en la risa de Lucía, que jugaba en la habitación con la niñera. Al verla, mi rostro se suavizó. La levanté en brazos, girándola. Ella se aferró a mi cuello, riendo.
Marina observaba desde el salón. El odio en su mirada era glacial. Sabía que jamás sería parte de este mundo. Mientras Lucía existiera, ella sería un adorno. Y en su mente, fría como el acero, tomó una decisión.
Desde joven, Marina supo lo que quería. Su belleza era su único capital. Mientras Sofía soñaba con amor, ella estudiaba listas de hombres ricos. Eligió al padre de su mejor amiga: Alejandro. Veinticinco años mayor, pero con poder, dinero, influencia.
¿Traición? Para ella, solo una palabra vacía. Sedujo al padre de Sofía sin remordimientos. Sofía desapareció. Un año después, supe que había tenido una hija. Cuatro años más tarde, un “accidente” se la llevó.
La culpa me devoró. Toda mi amor fue para Lucía, mi nieta. Marina, mi joven esposa, quedó relegada. La niña era un recordatorio de su traición y un obstáculo para su control total. Un obstáculo que debía eliminar.
Su plan fue cruel. Primero, despidió a Carmen, la niñera atenta, y contrató a una distraída estudiante, Paula. El sábado, mientras yo estaba en una reunión, Marina esperó. Vio a Paula en el parque, hablando por teléfono, descuidando a Lucía.
Lucita, el abuelo quiere llevarte a un lugar mágico Marina sonrió. ¿Vienes?
La niña, inocente, asintió. En el coche, Lucía lloró, pidiendo volver. Marina subió la música para ahogar sus gritos. Condujo horas, alejándose de la ciudad, hasta un cementerio abandonado.
Este es tu nuevo hogar dijo Marina, empujándola. El abuelo no te encontrará. Adiós.
Lucía gritó, pero Marina la golpeó. Subió al coche y se fue, sin mirar atrás.
Para Isabel, el sábado era sagrado. Cada semana visitaba el cementerio donde yacía su hija, Ana. Doce años atrás, Ana enfermó. Los médicos no pudieron salvarla. Su marido la abandonó. Isabel se mudó al pueblo, encontrando consuelo en sus vecinas: la charlatana Rosario y la callada pero bondadosa María.
Ese día, al llegar a la tumba, vio a una niña sucia, temblando, hablando al retrato de Ana.
¿Puedo quedarme contigo? murmuraba. La tía Marina dijo que este es mi hogar. Pero da miedo estar sola. Tú no me pegarás, ¿verdad?
Isabel se acercó con cuidado.
Hola, cariño.
La niña se encogió.
¿Eres mala?
No, mi vida Isabel la arropó con su chaqueta. Soy Isabel.
Lucía se derrumbó, llorando en sus brazos. Isabel la llevó a casa. Esa noche, Lucía pidió llamarme.
Abuelo, ven a buscarme.
Horas después, Isabel abrió la puerta. Yo, desesperado, caí de rodillas al ver a Lucía sana y salva.
Los meses pasaron. Marina huyó, robando joyas. No la busqué. Pero algo faltaba.
Abuelo, ¿por qué no vamos a ver a la tía Isabel? preguntó Lucía un día.
Esa simple pregunta me hizo reír.
Tienes razón, cariño. Vamos.
Isabel nos recibió con té y silencio cómplice. Rosario, espiando tras la ventana, murmuró:
Por fin.
**Lección:** El amor verdadero no se elige, se encuentra. Y a veces, en el lugar más inesperado.