Diario de Lucía Fernández
¿Qué más se le habrá ocurrido ahora? ¿Una residencia de ancianos? ¡De eso nada! ¡No pienso salir de mi casa! Mi padre, José Manuel Fernández, me lanzó la taza como si de una trifulca se tratase, intentando acertarme en la cabeza. Esquivé el proyectil ya por costumbre, como tantas otras veces.
Definitivamente, esto no podía seguir así. Antes o después, se las arreglaría para hacerme daño y yo nunca sabría por dónde me llegaría la siguiente puñalada. Sin embargo, mientras preparaba los papeles para ingresarle en la residencia, el único sentimiento que habitaba en mi pecho era la culpa. Y eso que, francamente, lo que hacía por él ya era infinitamente más de lo que merecía, considerando cómo me trató en su día.
A la hora de montarse en el coche que le llevaría a la residencia, papá gritaba, pataleaba y lanzaba toda clase de maldiciones a quienes participábamos en su traslado.
Me quedé mirando por la ventana, viendo alejarse el vehículo. Este momento me recordó a otro de mi infancia, cuando solo era una niña y no tenía ni idea de cómo sería mi futuro.
Soy hija única. Mi madre nunca se atrevió a tener más hijos. José Manuel, mi padre, había sido el perfecto ejemplo de tirano doméstico, empeñado en convertir la vida familiar en un eterno suplicio para mi madre.
Papá ya era mayor cuando nací, rozando los cincuenta años, y se casó, no por amor ni por instinto paternal, sino por interés profesional. Casarse para aparentar ser un hombre familiar y respetable le abría puertas. No había en sus planes amor ni deseos de ser padre. Nadie jamás le importó más que él mismo. Encontró entre sus conocidos a una joven estudiante de magisterio, Carmen Martínez, hija de obreros de fábrica. Justo la pareja ideal para el político de pueblo que pretendía aparentar ser. Para mi madre, que venía de familia humilde, casarse con alguien con posible porvenir fue visto como algo ventajoso. Nadie le preguntó si realmente le apetecía casarse. La boda fue por todo lo alto, aunque los padres de ella ni siquiera asistieron: su posición social era demasiado baja como para mezclarse en aquellas esferas.
Tras la boda, mi madre se fue a vivir al elegante piso de papá. Para hacer de ella la esposa ejemplar, le pusieron una persona encargada de instruirla en cortesía, recato y discreción; tenía que aprender a no hablar de más y a mirar para otro lado si era necesario.
¿Qué tal el día? preguntaba José Manuel cada tarde al llegar y dejarse caer en el sillón.
Bien. Estoy perfeccionando modales en la mesa y ahora me he puesto con el inglés respondía siempre con sumisión mi madre, sabiendo que lo fundamental era no provocar su molestia.
¿Y? ¿Eso es todo? ¿Y la casa, quién la lleva?
Yo misma, ayudándome de la cocinera. Hasta hicimos juntas el menú de la semana. Hoy yo misma fui a la compra y limpié.
Vale, no está mal por hoy Pero a ver si te presentas siempre con las manos limpias, bien peinada y no me vengas con pintas de aldeana. Si te portas bien, te contrato conductor y asistenta. Pero todavía no, de momento no te lo has ganado.
Por mucho que Carmen se esforzara, aquellos días de tranquilidad apenas existieron. Lo normal era que mi padre regresara tarde, enfadado y agotado. Y su única diana era mi madre. El servicio no podía replicar, pero se podía marchar, o bien chismorrear. Mi madre no tenía a quién recurrir, ni tampoco un sitio a donde huir.
La primera vez que le levantó la mano fue al mes de la boda, sin más motivo que dejar claro quién mandaba y que le quedara bien grabado lo que podía pasar si no obedecía.
Con los años, los maltratos se hicieron habituales. Pegaba con arte, buscando no dejar marcas visibles ni estropear la apariencia. Carmen ocultaba los hematomas bajo la ropa, sonriendo con aparente alegría a los amigos de su marido, a quienes había que atender con esmero en casa.
Al año de casados, los conocidos y compañeros de José Manuel empezaron a recomendarle que ya debería haber hijos.
¡Venga, hombre! ¿Cómo es que tu mujer, tan jovencita, no está en estado? ¿Qué pasa aquí, alguno está defectuoso? Llévala al médico, que ya vas tarde.
No es el momento Ella sigue estudiando en magisterio contestaba seco papá.
Estudiando nada, las mujeres a la casa y los niños. Que deje los libros y vaya al médico. Es lo lógico, para eso está el matrimonio, que hay que dar ejemplo.
Y así comenzó una nueva fase para mi madre: analíticas y controles médicos. José Manuel incluso tuvo que frenar los golpes por miedo a que algún médico notase algo extraño.
Pasaron meses. Los médicos no encontraron ningún problema en Carmen. La sugerencia era clara: la dificultad venía de él. Un doctor, con mucho tacto, le recomendó discreción y exámenes propios.
Mi padre no lo encajó bien:
¿Yo? ¡Estás loco! Bastarían dos llamadas mías para que acabase usted desplazado al hospital más recóndito de Castilla.
Aunque consiga usted que me trasladen, su problema no se soluciona replicó el hombre, acostumbrado a tratar con gente así.
Al final, se hizo las pruebas. El diagnóstico: escasas posibilidades como padre. No le quedó más remedio que confiar en el azar.
Las pullas de sus colegas y la juventud de mi madre le sacaban de quicio, pero ya ni si quiera encontraba consuelo en los golpes. Ella ya no reaccionaba, ni miedo ni llanto. Solo se quedaba quieta, como una estatua.
Para distraerse, se buscó una amante. Así, por lo menos, desahogaba sus frustraciones.
Pasaron aún dos años y medio antes de que mi madre, por fin, se quedase embarazada. A su debido tiempo nací yo, Lucía, idéntica a mi padre. Pero él nunca me profesó ni un atisbo de cariño. Me criaron entre mi madre y una niñera, mientras él podía pasarse semanas sin verme ni preguntarse por mí.
Cuanto más mayor era yo, más le molestaba y menos se esforzaba él en disimular. El primer bofetón me lo dio a los cinco años. Yo pedí algo con un berrinche infantil justo cuando él volvía estresado del despacho. Me gritó, me zarandeó contra la pared con tal fuerza que ni llorar pude. Él, como si nada, se tumbó a ver la tele.
De aquella aprendí a no provocarlo jamás. Pero la primera vez fue solo el comienzo. Después los insultos, los chillidos, los empujones y humillaciones públicas se hicieron normales, incluso cuando había visitas en casa. Para entonces ya era un personaje con poder, sin necesidad de cuidar la reputación de gran padre. Le encantaba reírse de mí delante de los demás, cebándose en mi vergüenza.
Don José, ¿es cierto que su hija Lucía es una violinista brillante? ¿Podría tocar algo para nosotros?
¿Violinista? Esa no sabe ni coger el instrumento. Si insisten, que lo intente, aunque no sé si sus oídos se merecen semejante castigo. ¡Lucía! ¿No me oyes? Ve por el violín y hazles pasar el mal rato.
Muerta de vergüenza, tocaba. Me daba miedo actuar, pero infinitamente más miedo me daba enfadarle. Por esa humillación constante, la música acabó convirtiéndose en un hobby imposible: jamás tuve valor de tocar después de acabar el conservatorio.
De niña pensaba que quizá todas las familias eran así. Viendo libros y fotos de familias sonrientes, me preguntaba por qué a mí me había tocado ese hombre que odiaba la vida.
Mi madre tampoco pudo ser para mí el modelo de mujer feliz. Era incapaz de querer a su hija, fruto de un matrimonio impuesto y un marido cruel. Cuando yo tenía trece años, falleció en un accidente de coche. Al menos, esa fue la versión oficial. ¿Quién sabe la verdad? Desde entonces, me volví aún más introvertida.
Tras terminar el instituto, me matriculé en la universidad en la especialidad que él eligió por mí. Fue de las últimas decisiones que tomó respecto a mi vida; para entonces, caído en desgracia en el trabajo, empezó a dejarme de lado. Cuando acabé la carrera, había perdido casi toda su influencia y casi todo el dinero. Medio patrimonio quedó en abogados e intereses para evitar la cárcel. Con suerte, logró desvanecerse del panorama público y retirarse tranquilamente a su finca en las afueras de Madrid.
Yo jamás fui a verle. Sin nada en común y sin poder soportar más su trato cruel, preferí alejarme. Solo recibía llamadas de los vecinos, avisando de sus cada vez más alarmantes conductas. No tuve más opción que reunir valor y traerle a vivir conmigo.
Poder atormentarme en persona pareció revitalizarle. Gritaba día tras día, montaba escenas, destrozaba cosas. Tuve que encerrarlo en una habitación con llave, para contener los destrozos. Pero ni eso funcionó, y los indicios de demencia iban a más. No quedó más remedio que dar el paso: ingresarle en una residencia.
Nunca he tenido mi propia familia. Una autoestima destrozada y el miedo a la gente me lo impidieron siempre. Tampoco logré amigos en el trabajo, evitando todo contacto. Sin embargo, cuando llegó la hora de ingresar a mi padre en la residencia, la vergüenza me mataba por dentro.
Dejarle conmigo era peligroso: los médicos confirmaron que tenía las primeras fases de demencia; no era consciente ni de sus actos. Pero su odio, tan familiar, se mantenía incluso cuando dejó de reconocerme.
Visité todos los centros de Madrid, eligiendo uno digno, aunque caro. Para costearlo, tuve que dejar casi todo mi salario y buscarme trabajos extra para llegar a fin de mes.
Al verle marchar, me sentí desamparada durante días. Me venían recuerdos de la única vez que mi madre intentó huir de él, llevándome a mí de la mano. Él nos localizó y, no mucho después, ella murió.
A pesar de todo, cada vez que visito a mi padre, lloro. Siento pena y culpa, como si eso fuera lo único que aprendí de mis padres.
Y junto a ese remordimiento insaciable, mi salud se va llevando poco a poco.







