Al Ocaso del Verano: Un Nuevo Comienzo

**Al Atardecer de la Vida: Un Nuevo Comienzo**

En un pueblecito entre las suaves colinas de la Sierra de Guadarrama, vivía Carmen, cuya vida estuvo siempre ligada a la imprenta local. Conocía cada rincón de su oficio, lo amaba con el alma, pero a sus cincuenta años, el cansancio pesaba como una losa sobre sus hombros.

Con su marido, Fernando, habían criado a dos hijas, las cuales ya tenían sus propias familias y se habían marchado a ciudades más grandes, dejando a Carmen con nostalgia de sus risas y las visitas esporádicas de los nietos. Les llamaba casi cada tarde, ávida de noticias, pero últimamente sus propias palabras sonaban cada vez más amargas. La alegría se escapaba como arena entre los dedos.

Fernando se había jubilado antes que ella —era diez años mayor—. Era su segundo matrimonio, y al principio todo fluyó en calma. Pero en los últimos años, Fernando buscaba con frecuencia el consuelo en la botella, lo que sacaba a Carmen de quicio. En esos momentos, se volvía un extraño: ni podía hablar con él ni mirarlo sin sentir rabia. Fernando, a su vez, se enfurecía, ignorando sus ruegos por una vida más sana.

Su único consuelo eran sus vecinas, Martina y Beatriz, ambas jubiladas desde hacía cinco años. Martina era viuda, Beatriz divorciada desde hacía tiempo, y sus hijos vivían lejos, ocupados con sus propias vidas. Pero ellas, pese a la edad, ardían en pasión por viajar.

—¿Cómo hacéis para viajar tanto? —preguntaba Carmen, admirando sus caras radiantes.

—Vivimos con sencillez, Carmencita —respondía Martina—. Siempre lo hemos hecho. Viajamos en trenes de segunda, sin lujos. Alquilamos habitaciones baratas, vamos en temporada baja. Entre las dos, sale más económico. Cocina casera: una ensalada, un pescadito a la plancha, y listo.

—Exacto —añadía Beatriz—. Los hijos y los amigos ya saben que para cumpleaños y Navidades, mejor dinero para viajes que pasteles o flores. Lo planeamos todo: rutas, excursiones, gastos.

—¡Qué maravilla! —suspiraba Carmen, pero en su voz había melancolía—. Yo no salgo de casa. Fernando, como una nube negra, se planta en el sofá esperándome. Hay que darle de comer, escucharle, y yo llego muerta del trabajo.

—Tómate unos días, convéncele —le decían—. ¿Qué tal si vienes con nosotras a los Picos de Europa? Aire puro, montañas preciosas. ¿Y si le animas a él también?

—¿Estáis locas? —se reía Carmen—. Fernando no se mueve de aquí. No tiene amigos, ni ganas de hacer nada. Desde que se jubiló, se convirtió en un mueble del salón. Come, duerme y ve la tele.

—Pregúntale —insistían—. No decidas por él.

Pero Carmen no tuvo que iniciar esa conversación. Su mundo se desplomó cuando a su madre le dio un infarto. Solo pensaba en ella. Sus padres vivían en el mismo pueblo, y su padre, a pesar de sus ochenta años, no se separaba de su madre. Carmen corría al hospital cada día, celebrando cada mejoría.

Fernando, en vez de apoyarla, se irritaba. Le molestaba que llegara tarde, y cuando Carmen anunció que se quedaría con su madre tras el alta, estalló:

—¡Ahí está tu padre, que se encargue él! ¿Para qué te vas tú? ¡Piensa en mí!

—¿Tú te levantarías del sofá si yo enfermara? —estalló Carmen—. ¿Sabrías cuidarme?

Fernando calló, y ese silencio hirió más que cualquier palabra.

Carmen pasó un mes viviendo con sus padres, yendo a casa solo los fines de semana. Sabiendo que ella lo revisaría, Fernando moderó su afición a la bebida. Cuando ella volvía, limpiaba, cocinaba para varios días.

—Come bien, no te alimentes de cualquier cosa —le decía, pero él se limitaba a gruñir, enfadado porque ella lo había «abandonado» por sus padres.

A su madre le mejoró el estado, empezó a caminar y a ir al médico. Carmen regresó a casa, pero la alegría duró poco. Tres meses después, su madre murió de un segundo infarto.

—Bueno, al menos tu madre te ha aligerado la vida —masculló Fernando con frialdad—. Ahora podremos vivir tranquilos.

Esas palabras le cortaron el alma como un cuchillo. Carmen rompió a llorar en el sofá.

—¿Tranquilos? —su voz temblaba—. ¡Toda la vida he trabajado por esta familia! Crié a las niñas, trabajé en dos empleos, cosí de noche para pagar sus estudios. Ahora solo quiero disfrutar de mi jubilación, viajar como mis amigas.

—¡Siempre pensando en ti! —saltó Fernando—. Yo también trabajé, también me cansé. Soñaba con ir a balnearios en la jubilación, cuidar mi salud. Tengo problemas de tensión, dolores de cabeza… ¡Y tú me dejas solo por tus padres!

—¿Has probado a dejar el alcohol? —le espetó Carmen—. Coge un taxi, ve al médico, al balneario, ¿quién te lo impide? Te he malcriado, llevándote de la mano toda la vida. ¡Pero yo no soy de hierro! Mi padre está al límite, ¿no viste cómo sufrió en el funeral? Mi madre me pidió que me ocupara de él…

—¿Así que otra vez te vas con él? —se quejó Fernando—. Yo tampoco soy joven. ¿No podemos contratar a alguien? ¿Tengo esposa o no?

Carmen, sin fuerzas para discutir, se refugió en la cocina. Media hora después, Fernando se acercó y la abrazó por detrás.

—Me he pasado, perdóname. Solo quiero que estemos juntos —susurró.

—También amo a mis padres —respondió ella—. Tú tuviste suerte, los tuyos se fueron pronto y tu hermana se ocupó de todo. No lo olvides.

Un mes después, su padre sufrió un ictus. El dolor por la pérdida de su esposa lo había derribado. Carmen lo llevó a su casa, dándole su propio dormitorio. Dos años cuidó de él sin dejar el trabajo, aguantando hasta la jubilación. Para su sorpresa, Fernando ayudaba: le daba de comer, las pastillas, mientras ella trabajaba.

Cuando su padre falleció, Carmen se jubiló. Llegó agotada, con ojeras profundas.

—Necesitamos un balneario —declaró decidida—. Me estoy desmoronando.

Fueron a Lanjarón. Entre montañas y aguas termales, Carmen resucitó. Bailes nocturnos, excursiones, aire fresco… Era como otra vida.

—Me siento diez años más joven —confesó al regresar.

Sus amigas no tardaron en invitarla a la costa. Carmen se lo comentó a Fernando.

—Yo no voy —dijo él—. Pero tú vete. Yo me quedo a renovar el cuarto de tu padre. Contrataré a alguien, supervisaré.

Carmen se fue a Alicante. Llamaba a Fernando, contándole entusiasmada el mar, mientras él le hablaba de las reformas.

—¿Qué papel pintado elijo? —gritaba él por el teléfono.

—Algo claro, sin estampados. ¡Tú decides, yo estoy en modo azul marino! —reía Carmen.

El mes pasó volando. Volvió renovada, llena de energía. Sus amigas bromeaban llamándose «las doctoras del pueblo».

—Convence a tu marido —guiñó Martina—. Con él será más divertido.

—¿Divertido? —sonrió Carmen—. Está sedentario, ha engordado. Pero lo intentaré.

En casa, se sorprendió: Fernando no solo había renovado la habitación,Fernando la esperaba con la mesa puesta y una sonrisa tímida, como si los años de distancia entre ellos empezaran a cerrarse en ese instante.

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