Al llamar al timbre, pasos apresurados resonaron al instante.

El otro día, mi nieto cumplió diez años, una edad redonda y especial. Había elegido con tiempo un regalo que imaginaba perfecto para la ocasión: una enorme caja de construcción, algo que llevaba meses deseando. El día señalado, me vestí con mi mejor traje y caminé hasta su casa. Al llegar, pulsé el timbre y enseguida escuché pasitos rápidos acercándose.

—Pasa a la cocina, mamá —dijo mi hija al abrir la puerta. Su voz sonaba cálida, aunque con un dejo de cansancio, como si hubiera pasado el día entero preparando la fiesta—. ¿Recuerdas cómo se llama el cumpleañero?

Sonreí al cruzar el umbral. Claro que recordaba que mi nieto se llamaba Javier. Pero en vez de contestar, asentí en silencio, sosteniendo el regalo envuelto en papel brillante. En la cocina, la mesa ya estaba puesta: platos de colores, servilletas con dibujos de personajes animados y una gran tarta con diez velas esperando su momento. Javier presidía la mesa, radiante de felicidad. Sus amigos, otros niños de su edad, hablaban a gritos, interrumpiéndose sin parar.

—¡Abuela, eres tú! —exclamó Javier al verme. Corrió hacia mí, me abrazó y luego clavó los ojos en la caja que llevaba—. ¿Es para mí?

—Por supuesto que es para ti, cariño —respondí, entregándosela—. ¡Ábrela, no te hagas de rogar!

Con los ojos brillantes, el niño destrozó el envoltorio, y al ver el set de construcción, su cara se iluminó. Los demás niños se agolparon alrededor, admirando la caja y discutiendo qué podría construirse con ella. Observé el alboroto y sentí cómo el corazón se me llenaba de ternura. No hay nada como ver a un niño feliz, especialmente en un día así.

Mi hija, a quien siempre llamé Lucía en mi mente, se acercó y me susurró:

—Gracias, mamá. Siempre sabes cómo alegrarle el día.

Me encogí de hombros como si no fuera nada, aunque en realidad había estado dándole vueltas al regalo durante semanas. Diez años no son cualquier cosa; a esa edad los niños ya empiezan a sentirse casi mayores. Quería que el regalo no fuera un juguete cualquiera, sino algo que perdurara en su memoria.

La fiesta siguió su curso. Los niños jugaron, rieron y, finalmente, llegó el momento de soplar las velas. Javier cerró los ojos, pidió un deseo y de un soplido apagó las diez llamitas. Los invitados aplaudieron mientras Lucía partía la tarta y repartía trozos para todos. Sentada en un rincón, contemplé aquel bullicio alegre y pensé en lo rápido que pasa el tiempo. Parecía que ayer Javier era un bebé, y ahora ya tenía sueños y aficiones propias.

Cuando la tarta terminó, los niños se dispersaron a jugar, y Lucía se sentó junto a mí. Hablamos de cómo cambian las cosas, de lo deprisa que crecen los niños. Me contó que Javier se había aficionado a la robótica y que incluso se había apuntado a un taller donde enseñaban a montar modelos. Escuché con alegría, contenta de que mi regalo hubiera acertado.

—¿Sabes, mamá? —dijo Lucía—. Llevaba semanas esperando este día. Y que vinieras ha sido el mejor regalo para él.

Sonreí, pero por dentro pensé que era yo quien debía darles las gracias por estos momentos. Ser abuela es una dicha única. Ya no cargas con toda la responsabilidad, pero puedes dar amor, apoyo y, por supuesto, algún mimo de más.

Al caer la tarde, cuando los invitados empezaron a irse, Javier se acercó corriendo con una nave espacial que ya había construido del set. Me la enseñó orgulloso, explicándome cómo planeaba crear toda una galaxia. Escuché embelesada, pensando que este cumpleaños quedaría grabado en nuestra memoria para siempre.

Al marcharme a casa, sentí una alegría ligera. Diez años solo son el comienzo. A Javier le esperaban aún tantas cosas por descubrir, y yo deseaba estar ahí para verlo crecer y convertirse en quien él quisiera ser. Por ahora, me bastaba con haberle dado un poquito de magia en su día especial.

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Al llamar al timbre, pasos apresurados resonaron al instante.