Al principio de nuestra relación, Javier dejó claro que no pensaba involucrarse en las tareas del hogar. Dijo que él ganaba el dinero y mantenía a la familia, y que las responsabilidades domésticas recaían solo sobre mí. En aquel momento, cegada por el amor, acepté esas condiciones, segura de que podría con todo sola.
Con los años, el cansancio se acumuló. Trabajo al mismo nivel que mi marido, pero al llegar a casa me esperan tareas interminables: limpiar, cocinar, lavar, ayudar a los niños con los deberes. Javier, en cambio, descansa después del trabajo, convencido de que ya cumplió con su parte. Cuando le pido ayuda, rechaza, recordándome nuestro acuerdo. En mis momentos de desesperación, hablaba de esto con mi hermana Lucía. Ella me decía que ya conocía la postura de Javier desde el principio y que cambiar a un adulto es difícil, sobre todo si cree tener la razón.
Con la llegada de nuestro hijo, la situación empeoró. Esperaba que la paternidad lo cambiara, pero siguió igual. Todo el cuidado del bebé cayó sobre mí. Javier se justificaba con el cansancio y la importancia de su trabajo, repitiendo que su deber era mantener económicamente a la familia. Me sentía sola e incomprendida. Hablar con mis amigas solo aumentaba mi decepción: sus maridos colaboraban en casa, ayudaban con los niños. Empecé a comparar mi vida con la suya, y el resentimiento crecía.
Un día, sin poder más, le dije a Javier todo lo que sentía. Me escuchó, pero su respuesta fue la de siempre: «Tú sabías a lo que te atenías. Yo no he cambiado ni pienso hacerlo. Si no te gusta, decide qué hacer». Esas palabras me dolieron profundamente. Entendí que había esperado un cambio que nunca llegaría.
Ahora me enfrento a una decisión: seguir en este matrimonio, esperando un milagro, o dar un paso hacia un cambio radical. Sé que merezco respeto y apoyo. Toda mujer tiene derecho a una pareja que valore su esfuerzo y esté dispuesta a compartir no solo las alegrías, sino también las cargas de la vida en familia.