Al final del otoño

A finales de otoño

Cerca de terminar el instituto, Maribel por fin decidió sobre su futuro: estudiaría medicina, aunque antes había dudado mucho sobre qué hacer con su vida. Era buena estudiante y vivía con sus padres como una reina. No le faltaba de nada: padres cariñosos, ropa bonita, viajes a la costa y regalos por doquier.

Su padre trabajaba en el ayuntamiento de Sevilla y ocupaba un puesto importante. Ni a su mujer ni a su hija les negaba nada, y a Maribel la vestían como a una muñeca. Estaba convencido de que su hija tendría un futuro brillante. Su madre, por su parte, era ama de casa.

Pero la vida tiene esas vueltas de tuerca que nadie espera…

—Mamá, me voy—, dijo Maribel mientras terminaba el desayuno a toda prisa y salió disparada del piso. Iba tarde al instituto y tuvo que correr como una posesa. —¿Y por qué me quedé hasta las tres de la madrugada con el móvil?— pensó, pero llegó justo antes de que sonara el timbre, sin aliento.

—¿Te perseguía alguien?— le preguntó su amiga Lucía al verla desplomarse en la silla.

—No, es que otra vez me quedé dormida—, respondió, justo cuando sonó el timbre. Las dos se miraron con cara de fastidio.

Después de la tercera clase, la tutora se acercó a Maribel y, sin mirarla a los ojos, le dijo:

—Tienes que irte a casa. Algo ha pasado con tu padre…

—¿Qué? ¿Qué ha pasado?— preguntó asustada, y agarró sus cosas para salir corriendo.

Al llegar al portal, vio vecinos, una ambulancia y policías recién llegados. Maribel entró al piso acompañada de dos agentes… Su madre ya no lloraba; estaba sentada, meciéndose de un lado a otro, consumida por el dolor. Su padre yacía en el sofá.

—El corazón, Maribel… El corazón de tu padre no aguantó—, le susurró al oído la vecina, doña Carmen.

Maribel abrazó a su madre y las dos rompieron a llorar. Los días del funeral y el velatorio pasaron como en una neblina. Los vecinos fueron a dar el pésame y a apoyarlas. Su madre se quedó como una estatua, sin hablar con su hija.

—Mamá, por favor, dime algo—, le rogaba Maribel, pero su madre solo la miraba con ojos vacíos, como si no estuviera realmente allí. Hasta que una mañana, mientras Maribel desayunaba sola, su madre salió a la cocina y dijo en voz baja:

—Me llama, hija… tu padre me llama—. Miró alrededor y cayó al suelo.

Maribel se abalanzó sobre ella, la sacudió:

—¡Mamá, mamá!— pero al instante salió corriendo a casa de doña Carmen.

La vecina llamó enseguida a la ambulancia. Su madre yacía inmóvil, Maribel lloraba y doña Carmen, abrazándola, trataba de calmarla:

—Tranquila, Maribel, ya viene el médico. Dijeron que llegarían rápido…

Y así fue. Los sanitarios entraron, el doctor se inclinó sobre su madre y, tras un momento, dijo:

—Lo siento, no podemos hacer nada…— Miró a Maribel y a doña Carmen, encogiéndose de hombros—. Ya no está con nosotros.

Maribel apenas recordaba cómo había salido de aquel trance. Doña Carmen lo organizó todo, pues no tenía familiares cercanos. Su madre era hija del orfanato y su padre, hijo único. Los profesores y compañeros del instituto la ayudaron. Poco a poco, Maribel se fue reponiendo, y doña Carmen se convirtió en su apoyo. La despertaba, le preparaba el desayuno, la esperaba después de clase y cenaban juntas.

Llegaron los exámenes finales y la graduación. Maribel tuvo que cambiar sus planes. Olvidarse de la universidad. Ahora tocaba pensar en lo esencial: cómo ganarse la vida. El dinero que le quedaba de sus padres no duraría para siempre.

—Tía Carmen, gracias por hablar con el dueño del supermercado. Me han contratado como cajera— le dijo un día—. Al menos tendré un sueldo.

—Muy bien, Maribel. Hay que empezar por algún lado. Ya estudiarás más tarde. Lo importante es tener la cabeza bien amueblada…

Maribel trabajaba sin quejarse, incluso hacía horas extras: limpiaba el suelo, ayudaba a descargar las cajas si no eran muy pesadas. Era difícil creer que aquella chica frágil y elegante hubiera tenido una vida tan distinta antes.

Un día, al salir de casa, la abordaron un hombre y una mujer jóvenes.

—¿Maribel?— preguntó la mujer.

—Sí… ¿y ustedes? No los conozco— respondió la chica, cansada después del trabajo.

—Queremos hablar contigo sobre tu futuro. ¿Nos invitas a tu piso?

—Pero si no los conozco, ¿por qué habría de hacerlo?

—Soy Ana, y él es Pablo— dijo la mujer, señalando al joven.

—No tengas miedo, Maribel. Solo queremos hablar. Aquí en la calle no es el mejor sitio…

Entraron al piso y se sentaron en el salón.

—Maribel, te ofrecemos comprar tu piso. ¿Para qué quieres uno tan grande? Cuatro habitaciones para una persona es demasiado, y además pagas mucho de comunidad.

—Sí, las facturas son altas— admitió Maribel—. Pero no lo venderé. Es el recuerdo de mis padres. Y además, ¿dónde viviría?

—Te podemos conseguir uno de dos habitaciones. Cuando vendas este, pagarás el otro con la diferencia.

Maribel ni lo pensó. Rechazó la oferta. Los jóvenes se miraron, se despidieron educadamente y dijeron:

—Bueno, ya hablaremos. Piénsalo bien, Maribel. ¿Para qué quieres tanto espacio si estás sola?

Maribel le contó todo a doña Carmen.

—Ni se te ocurra volver a hablar con ellos, que te van a timar. La próxima vez que vengan, llámame.

Ana llamó varias veces al móvil de Maribel, insistiendo en la venta.

—¿De dónde tienen mi número?— se preguntó Maribel—. Yo no se lo di.

Una tarde, Ana y otro hombre la esperaban a la entrada del edificio.

—Tenemos que hablar— dijo Ana.

—Ya les dije que no vendo el piso— respondió Maribel con firmeza.

Alzó la vista y vio a doña Carmen asomada a la ventana de la cocina. Un momento después, la vecina salió.

—¿Quiénes son ustedes y qué quieren?— preguntó—. Maribel, vámonos dentro. No tienen nada que hacer aquí. Ella no vende el piso.

Las dos entraron al portal.

—Ven a mi casa. Voy a llamar a Antonio.

El hijo de doña Carmen era policía, así que le explicó la situación.

—Antoñito, otra vez vinieron esos a molestar a Maribel. Se la encontraron en la puerta. Me parte el alma verla así…

Antonio llegó rápido, interrogó a Maribel y le dio su número.

—Si vuelven, me llamas— le dijo, y Maribel asintió.

Tres días después, Maribel estaba en la caja del supermercado cuando entraron Ana y Pablo. Sus miradas no presagiaban nada bueno. Maribel marcó rápidamente el número de Antonio, que contestó y escuchó la conversación. Había dos clientes en la tienda, y los otros esperaron a que se fueran.

—Maribel, no vamos a perder más tiempo. Acepta nuestra oferta, o te arrepentirás. Acabarás sin piso— dijo Pablo, notando su nerviosismo.

Seguía amenazándola cuando Maribel vio entrar a Antonio con otros dos policías.

—¡Menos mal!— suspiró aliviada.

Les esposaron a Pablo y a Ana y se los llevaron. Más tarde, Maribel declaró en com

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