Lo he soportado durante 16 largos años, pero todo cambió con la llegada de la primavera… Nunca habría imaginado que algo pudiera sacudirme de aquel lodazal en el que había estado atrapado por tanto tiempo.
Había perdido la esperanza hacía mucho.
A los 22 años, me casé. Creía haber encontrado a la única, la que estaría a mi lado por el resto de mi vida. Para mí, Marta lo significaba todo. Me tenía hechizado con una especie de fuerza mágica que me atraía hacia ella. Estaba tan cegado, que hasta sus rarezas me parecían encantadoras.
Como, por ejemplo, cuando en pleno invierno abría de par en par la ventana y me quitaba la manta para despertarme al amanecer.
O su “broma” favorita: delante de nuestros amigos, me hacía dar vueltas como si fuera un modelo a ser evaluado antes de ser comprado.
Ella tomaba decisiones por mí.
Elegía dónde debía trabajar.
Dónde iríamos de vacaciones.
Con cuáles de mis amigos podía hablar y a quiénes debía sacar de mi vida.
Y yo se lo permitía.
Porque pensaba que así debía ser, que eso era amor.
Estaba ciego.
Creía que un hijo lo cambiaría todo… Cuando nuestra vida familiar empezó a desmoronarse, pensaba sinceramente que un hijo podría salvar nuestro matrimonio.
Cometí un error.
Marta me dejó solo en esa lucha.
No le importaban mis miedos, mis preocupaciones, ni que los médicos nos dijeran que no había esperanzas.
Ella aceptó con facilidad que ya tenía hijos de un matrimonio anterior, y que tal vez nosotros no tendríamos ninguno.
Para mí, eso era doloroso.
Y para ella, otra oportunidad para humillarme.
Me culpaba de todo.
—¡No puedes darme un hijo!
—¡Ni siquiera sabes cocinar, voy a acabar con una úlcera por tu culpa!
—¡No eres un hombre de verdad si no puedes manejar algo tan trivial!
Me sentía inútil.
Intenté luchar. Busqué médicos, hice análisis, seguí tratamientos.
Pero todo fue en vano.
Ella me quebraba, y yo lo soportaba.
Con el tiempo, me rendí.
Me encerré en mí mismo, dejé de hablar con la gente, me alejé de todos.
Me convertí en la sombra de quien había sido.
Ya no reconocía a aquel joven seguro que soñaba con una familia, con la felicidad, con hijos.
Me veía al espejo y solo veía a una triste persona que temía incluso levantar la voz.
Cuando intentaba decir que no merecía ser tratado así, que quería respeto, Marta se reía en mi cara:
—¿Tú? ¿Quién te crees que eres? ¡Eres patético! ¡Peor que cualquier vagabundo!
Sabía que no tenía adónde ir.
Había convencido a todos de que yo era inútil, débil, incapaz.
Y terminé creyéndolo.
Ella me decía que sin ella no sobreviviría, que no tenía posibilidades solo.
Y me quedé.
Pero en marzo todo cambió…
Solo me quedaba una amiga: Inés.
Se había ido a trabajar a Italia hacía tiempo, pero volvió en primavera porque su marido estaba gravemente enfermo.
Y luego él falleció.
Inés se quedó sola en su casa. Sus hijos ya vivían en el extranjero desde hacía tiempo.
Empecé a visitarla después del trabajo, a veces me quedaba a dormir.
Al principio, a Marta no le gustaba, luego empezó a hacer escenas, y finalmente pasó a las amenazas.
—¡No vas a volver a su casa!
—¡Te arrancaré de allí por los pelos!
—¡Te encerraré en casa!
—¡Voy a pedir el divorcio!
Una noche, Inés me miró y me dijo:
—¡Ojalá lo hiciera!
Nos miramos, y de repente entendí: allí estaba mi oportunidad.
Inés me ofreció quedarme en su casa cuando ella regresara a Italia.
Si no tenía que pagar alquiler, podría vivir con mi sueldo.
Acepté.
Me fui. Me elegí a mí mismo.
Desde entonces, vivo en su apartamento.
Me levanto por la mañana, me acerco a la ventana y miro nuestra antigua casa, donde alguna vez viví con Marta, y susurro:
—¡Buenos días, Rubén!
Miro mi vida y entiendo: soy libre.
Ya no tengo miedo.
He vuelto a sonreír.
He aprendido a vivir de nuevo.
Miro hacia la casa de Marta y pienso:
“Siempre hay una salida, querida”.
Me pongo una camisa limpia, salgo a la calle, caminando con la cabeza en alto.
Ahora, ya no pueden romperme.