Al filo de este verano Trabajando en una biblioteca de Madrid, Diana siempre había considerado su vida algo monótona, sobre todo ahora que los visitantes escaseaban y la mayoría prefería buscar en internet. A menudo recolocaba los libros, quitándoles el polvo. Lo único positivo de su trabajo era haber leído una cantidad inimaginable de novelas de todo tipo: románticas, filosóficas… Y así, con treinta años cumplidos, de repente se dio cuenta de que la auténtica historia de amor nunca había llamado a su puerta. Ya tenía una edad respetable, era el momento de formar una familia; su aspecto no llamaba la atención y su trabajo estaba mal remunerado. Nunca se le había pasado por la cabeza cambiar de puesto, estaba conforme así. Solo unos cuantos universitarios, algunos jóvenes de instituto y jubilados acudían a la biblioteca. Recientemente, se había organizado un concurso profesional a nivel provincial y Diana, sin esperarlo, ganó el premio principal: dos semanas de vacaciones con todos los gastos pagados en la costa mediterránea. —¡Qué bien! ¡Por supuesto que me voy! —le anunció entusiasmada a su madre y a su mejor amiga—. Con mi sueldo no podría permitírmelo jamás, esto es pura suerte. El verano ya tocaba a su fin. Diana paseaba por la orilla de una playa casi vacía; la mayoría de la gente prefería los chiringuitos porque ese día el mar estaba especialmente movido. Era su tercer día frente al mar y le apetecía caminar sola por la arena, dejar volar los pensamientos. De pronto vio cómo una ola arrastraba desde el espigón a un chico al agua. Sin pensarlo, se lanzó a socorrerlo —menos mal que no estaba lejos—, aunque tampoco era una gran nadadora, pero siempre había sabido mantenerse a flote. Las olas la ayudaban a acercarlo a la orilla, pero otras tantas la devolvían mar adentro. Finalmente, logró tener pie y pensó solo en no caer. Al fin, lo consiguió. Empapada en su bonito vestido pegado al cuerpo, miró al chico y se sorprendió: —Pero si parece un chaval, unos catorce años, alto eso sí, incluso algo más que yo —pensó—. ¿Qué haces metido en el agua con este oleaje? El adolescente, algo aturdido, le dio las gracias y se alejó tambaleando. Diana, encogiéndose de hombros, lo vio marchar. Al día siguiente, al despertar en el hotel, sonrió. El tiempo era espléndido, el sol brillante, el mar resplandecía con un azul tentador y tranquilo. El Mediterráneo parecía disculparse por el susto de ayer. Tras el desayuno, Diana fue a la playa y se tumbó al sol. Ya recuperada, por la tarde decidió pasear y se adentró en un parque, donde vio una caseta de tiro. En el colegio y la facultad siempre había acertado, aunque el primer disparo falló, el segundo dio justo en el blanco. —Mira, hijo, ¡así es como se hace! —oyó a su espalda una voz masculina. Se giró y, para su sorpresa, allí estaba el chico de ayer. Los ojos del joven destilaron un instante de miedo; la había reconocido también. Diana entendió que el padre no tenía ni idea del incidente y le sonrió discretamente. —¿Nos das una clase magistral? —preguntó un hombre alto y simpático—. Mi hijo Javi no da ni una, y yo tampoco, para qué mentir —le sonrió con simpatía. Después del tiro al blanco, siguieron paseando juntos y acabaron en una terraza tomando helado. Montaron en la noria y, al principio, Diana pensó que pronto llegaría la madre del chico, pero ambos parecían tranquilos, sin esperar a nadie. El padre, que se presentó como Antonio, resultó ser un conversador fascinante. Con cada minuto, a Diana le gustaba más. —¿Llevas mucho tiempo de vacaciones? —le preguntó Antonio. —No, estoy en mi primera semana, aún me queda otra. —¿Eres de aquí cerca, si no es indiscreción? Resultó ser una coincidencia increíble: los dos vivían en la misma ciudad—Sevilla. Los tres se echaron a reír. —Es curioso, en la ciudad nunca nos hemos cruzado y aquí, mira tú por dónde… —dijo Antonio, sonriendo a Diana, cada vez más convencido de lo agradable de su compañía. Javi también participaba en la conversación, sintiéndose ya cómodo, sabiendo que Diana guardaría el secreto del día anterior. Se despidieron ya de noche; padre e hijo la acompañaron al hotel, fijando la próxima cita en la playa. Diana fue la primera en llegar; los hombres se retrasaron casi una hora. —¡Buenos días! Perdona, Diana, no vas a creerlo, pero se nos olvidó poner la alarma y nos quedamos dormidos —se excusó Antonio con buen humor, acomodándose a su lado. —Papá, me voy al agua —anunció Javi y corrió hacia el mar. Diana, de golpe, gritó alarmada: —¡Espera, si no sabes nadar! —¿Cómo que no? —preguntó el padre sorprendido—. Nada perfectamente, hasta compite en el colegio. A Diana le extrañó y calló; ¿quizá ayer solo fue un susto? Estaban alojados en un hotel vecino. Los días siguientes se convirtieron en unas vacaciones de ensueño: cada mañana en la playa, tardes de excursiones, atardeceres interminables. Diana quería hablar a solas con Javi, tenía la impresión de que algo le preocupaba, aunque no estaba segura. La ocasión llegó: una mañana Javi apareció solo. —Hola, mi padre está algo enfermo, tiene fiebre —dijo—, pero no quería quedarme encerrado… Le he dicho que estaría contigo —sonrió—. Perdona que lo haya decidido por mi cuenta, pero me aburro demasiado solo. —Javi, dime el móvil de tu padre, así le llamo —él se lo dictó. —Buenos días —contestó Antonio al teléfono—, aunque para mí no lo son tanto, de repente me ha subido la fiebre. Cuida de mi chico, te hará caso, te lo prometo… —No te preocupes, recupérate pronto. Además, Javi es muy espabilado. Luego pasaré a verte —prometió Diana. Al salir del agua, Javi se tumbó junto a ella y, de pronto, le confesó: —¿Sabes? Eres una verdadera amiga. —¿Y eso? —Gracias por no contarle nada a papá de lo del espigón —dijo, casi avergonzado—. Me vi arrastrado por la ola de repente y me asusté un poco. —No tienes por qué agradecerme… —sonrió Diana y, tras un breve silencio, preguntó—: Y tu madre, ¿dónde está? ¿Por qué habéis venido solos? Javi dudó si contarle todo, pero, decidiéndose, habló. Por el trabajo de Antonio, a veces él se iba de viaje y entonces el chico se quedaba con su madre, Marina. Desde fuera, parecían una familia feliz, pero era solo fachada. Un verano, Antonio tuvo que asistir a un curso en Madrid durante tres semanas, lo que prometía un ascenso y un sueldo mucho mejor. —Mejor para todos —pensó—. Pero a Marina pareció no afectarle. Pronto invitó a casa a un compañero, Arturo, y a su hija, Clara, para “trabajar en unos planos.” Javi debía hacer de anfitrión con la chica, mayor que él, lista y un poco descarada. Los días con Clara pasaron rápido, pero antes del regreso de su padre, ella le soltó con sorna: —Menos mal que tu padre vuelve pronto. Me pagan por entretenerte mientras nuestros padres “se divierten”, yo tengo mejores cosas que hacer. A Javi no le hizo gracia el comentario, pero veía que era cierto: su familia estaba al borde del abismo. Cuando el padre regresó y tras un tiempo de dudas, Javi escuchó una noche a su madre decirle a Antonio que tenía otra relación y se marchaba de casa. —Yo me quedo contigo, papá. Ya lo sabía todo —dijo Javi tras la marcha de Marina. Antonio se emocionó: —Tienes razón, esto no es culpa tuya. Y si algún día quieres ver a tu madre, eres libre de hacerlo. Aún así, Javi no estaba preparado para perdonar. Tras la playa, Diana y el chico fueron a visitar a Antonio llevándole fruta fresca. Él ya se encontraba mejor y les prometió que al día siguiente iría de nuevo al mar. Tres días después, Antonio y Javi regresaron a Sevilla y Diana aún se quedó dos días más. El verano tocaba a su fin; en el albor de aquel verano se despidieron en la estación. Antonio prometió recoger a Diana en el aeropuerto; Javi sonreía, ilusionado. Diana no hacía planes, solo sonreía, releyendo los mensajes cariñosos de Antonio, que confesaba echarla de menos y desear volver a verla cuanto antes. Pronto Diana se mudó al piso de Antonio y Javi, y parecía que el más feliz de todos era el hijo: por su padre, por él mismo y por Diana.

A punto de despedirse de este verano

Trabajando en la biblioteca municipal de Valladolid, Blanca llevaba años pensando que su vida era bastante monótona. Apenas llegaban visitantes: la gente ahora bucea por internet. Así pasaba los días, recolocando libros, quitándoles el polvo… pero si había algo positivo, era la cantidad de historias que se había zampado, de novelas románticas a ensayos filosóficos. Y, sin darse cuenta, a los treinta años, se percató de que toda esa pasión que leía en libros, nunca le había tocado de cerca.

La edad ya iba siendo seria para formar una familia, pero su aspecto era discreto y su trabajo poco lucido, ni de lejos bien pagado. Nunca se le ocurrió cambiar de empleo, estaba cómoda. Por la biblioteca se dejaban caer algunos universitarios, algún que otro chaval de instituto y de vez en cuando algún jubilado.

Hace poco, anunciaron un concurso profesional en Castilla y León y, sin esperárselo, Blanca se llevó el premio gordo: dos semanas pagadas en la costa de Cádiz. Menuda suerte.

Qué pasada. ¡Voy segurísimo! le gritó toda contenta a su amiga Lucía y a su madre. Con mi sueldo de funcionaria nunca podría permitírmelo. A veces la fortuna sonríe.

El verano se estaba acabando. Blanca paseaba sola por una playa tranquila, viendo cómo la mayoría de los turistas preferían esconderse en las terrazas, porque el mar aquel día rugía bastante. Era su tercer día allí y, no se sabe por qué, le apeteció disfrutar del arenal a solas, dar rienda suelta a sus pensamientos.

De repente, vio a un chico que la corriente arrastró del espigón al mar. No lo pensó dos veces; pese a no ser precisamente Mireia Belmonte, desde pequeña sabía mantenerse a flote. Saltó al agua, estaba cerca de la orilla. Las olas jugaban a favor y en contra: a veces le ayudaban a llevar al muchacho hacia la arena, otras lo arrastraban más adentro. Al final, lo consiguió.

Con su vestido bonito pegado al cuerpo, miró al chico y se llevó una sorpresa.

Pero si es casi un niño, tendrá catorce años y ya es casi más alto que yo… se dijo. Alzando la voz, preguntó: ¿Pero cómo se te ocurre meterte al agua con este temporal?

El chaval solo dijo gracias, tambaleándose mientras se alejaba de ella. Blanca se encogió de hombros, viéndolo partir. Al despertarse al día siguiente, sonrió sin razón. Hacía sol, el mar lucía azulísimo y el oleaje ya no era como el día anterior. Parecía que el mar le estaba pidiendo perdón por el susto del día anterior.

Después de desayunar, Blanca bajó a la playa a empaparse de sol. Al final de la tarde, decidió ir a dar una vuelta por el parque y, al pasar por el recinto de las ferias, se topó con un tiro al blanco. En sus tiempos por el colegio y la facultad tenía buena puntería, aunque falló el primer tiro. Al segundo, dio en la diana.

¡Mira, hijo, así se apunta! escuchó una voz masculina a su espalda. Al girarse, reconoció asombrada al muchacho de la playa.

En la mirada del chico se veía el susto. Él también la reconoció, y Blanca supo que el padre no sabía nada del incidente. Disimuló una sonrisa.

¿Por qué no das tú una exhibición? le propuso el padre, un hombre alto, simpático, que se presentó enseguida. Yo soy Andrés, y mi chaval, Sergio, no da ni una, aunque para qué negarlo, yo tampoco.

Acabado el tiro, siguieron paseando, luego se sentaron en una terraza y se zamparon unos helados; hasta se animaron a subir a la noria. Al principio, Blanca pensó que pronto aparecería la madre de Sergio, pero está claro que iban de vacaciones de solteros, porque ni la esperaban ni la echaban en falta.

Andrés era un conversador nato, interesante y cada minuto le caía mejor a Blanca.

¿Hace tiempo que llegaste, Blanca?

No, sólo llevo una semana. Me queda otra.

¿Y de dónde eres, si puede saberse?

Resultó que los tres eran de Valladolid. Al descubrirlo, se echaron a reír.

Mira que es curioso, en la ciudad jamás nos cruzamos y aquí, en la otra punta, nos encontramos decía Andrés todo sonriente, cada vez más a gusto con aquella mujer tranquila y agradable.

El chaval se soltó con confianza, parecía que intuía que Blanca no iba a contarle a su padre lo de la playa. Ya de noche, la acompañaron a su hotel y quedaron en verse al día siguiente.

A la mañana siguiente, Blanca fue la primera en llegar a la playa. Sus nuevos amigos tardaron casi una hora.

Buenos días, escuchó la voz conocida. Perdona, Blanquita, de verdad. Andrés se acomodó a su lado, disculpándose. No te lo vas a creer, pero se nos pegó la sábana y no oímos el despertador.

Papá, me voy a nadar anunció Sergio y se metió en el agua.

De pronto, Blanca soltó un ¡espera, que no sabes nadar!. Andrés, extrañado, le contestó:

¿Que no sabe nadar? Si en la escuela siempre compite, es de los mejores.

Ella se quedó callada. Tal vez se había hecho una idea equivocada aquel día.

Resultó que vivían en el hotel de al lado. Los siguientes días fueron como un pequeño sueño: playa por las mañanas, excursiones por la tarde, noches de paseo junto al mar. Blanca se preguntaba qué le preocupaba a Sergio, y tenía la corazonada de que algo le rondaba la cabeza.

Un día, Sergio apareció solo en la playa.

Hola. Papá está malucho, tiene fiebre. Yo le dije que tú podrías cuidar de mí, no me apetecía quedarme solo le sonrió.

Dame el número y le llamo para avisarle.

Buenos días respondió Andrés al recoger. La verdad que tengo fiebre alta, cuídame bien al chaval, que seguro que se porta. Yo confío.

Tú tranquilo, recupérate. Aquí está en buena compañía le aseguró Blanca.

Tras un rato en el agua, Sergio se tumbó junto a ella y de repente, soltó:

Sabes, eres de verdad una buena amiga.

¿Cómo lo sabes?

Por no decirle a mi padre lo que me pasó el otro día. Es que me asusté al caer al agua, y salí como pude…

No hay nada que agradecer, le guiñó el ojo Blanca. Pero, cambiando de tema, preguntó: Sergio, ¿y tu madre? ¿Por qué venís solos?

El chaval se quedó pensativo, y con gesto de adulto decidió contarle el lío familiar.

Andrés, por su trabajo, viajaba mucho. Cuando él se iba, Sergio se quedaba con su madre, Carmen. De puertas para fuera, eran la familia perfecta. Pero en realidad… todo era apariencias. Y, por lo visto, Carmen tenía otro motivo para invitar a su compañero de trabajo Arturo y su hija Clara a casa durante las ausencias de Andrés. Clara, un par de años mayor que Sergio, era una chica despierta y con mucho desparpajo. Una vez, después de pasear por el parque, le soltó sin miramientos:

Menos mal que vuelve tu padre, yo ya estaba hasta el moño de hacerte de canguro. Hice un trato con el mío: que te sacara de casa mientras nuestros padres trabajaban.

Aquello le cayó como un jarro de agua fría. Al volver Andrés, ya nada volvió a ser igual. Sergio no sabía si callar o contarlo todo. No hizo falta mucho tiempo para que la tensión explotara en casa. Una noche, mientras volvía de entrenar, oyó la bronca de sus padres desde la entrada:

Sí, te engaño, ¿y qué? espetó Carmen. Me voy con Arturo, monta el follón que quieras.

Haz lo que quieras, pero Sergio se queda conmigo respondió Andrés.

Perfecto, a mí me espera otra vida contestó ella.

El sábado, Sergio se hizo el remolón en la cama, escuchaba cómo su madre recogía, y su padre callado con el ordenador delante. Cuando Carmen se marchó, Andrés intentó explicárselo todo, pero Sergio le cortó:

No tienes que contarme nada, papá, ya lo sé todo. Te quiero y estamos mejor tú y yo solos.

Anda, ven aquí que ya eres todo un hombre le despeinó Andrés, con cariño. Y a tu madre, habla con ella cuando te apetezca, que el problema es ella y yo.

Pero de momento, Sergio no quería saber nada. Más tarde, Blanca y Sergio llevaron fruta a casa de Andrés, que ya se animaba. Prometió que al día siguiente volvería a la playa, como nuevo.

Tres días después, padre e hijo se marcharon, pero Blanca tenía dos días más de vacaciones. El verano se desvanecía. Despidieron la estación en la arena, como si no quisiera terminar. Andrés prometió recibir a Blanca en la estación del AVE, Sergio con una sonrisa enorme.

Blanca, sin hacerse demasiadas ilusiones, leía de vez en cuando los mensajes cariñosos de Andrés, confesándole lo mucho que ya la echaba de menos. Poco después, Blanca dio el paso y se mudó con Andrés y Sergio. Y quien más feliz estaba con aquella nueva casa, era el propio Sergio: por su padre, por él, y por Blanca.

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MagistrUm
Al filo de este verano Trabajando en una biblioteca de Madrid, Diana siempre había considerado su vida algo monótona, sobre todo ahora que los visitantes escaseaban y la mayoría prefería buscar en internet. A menudo recolocaba los libros, quitándoles el polvo. Lo único positivo de su trabajo era haber leído una cantidad inimaginable de novelas de todo tipo: románticas, filosóficas… Y así, con treinta años cumplidos, de repente se dio cuenta de que la auténtica historia de amor nunca había llamado a su puerta. Ya tenía una edad respetable, era el momento de formar una familia; su aspecto no llamaba la atención y su trabajo estaba mal remunerado. Nunca se le había pasado por la cabeza cambiar de puesto, estaba conforme así. Solo unos cuantos universitarios, algunos jóvenes de instituto y jubilados acudían a la biblioteca. Recientemente, se había organizado un concurso profesional a nivel provincial y Diana, sin esperarlo, ganó el premio principal: dos semanas de vacaciones con todos los gastos pagados en la costa mediterránea. —¡Qué bien! ¡Por supuesto que me voy! —le anunció entusiasmada a su madre y a su mejor amiga—. Con mi sueldo no podría permitírmelo jamás, esto es pura suerte. El verano ya tocaba a su fin. Diana paseaba por la orilla de una playa casi vacía; la mayoría de la gente prefería los chiringuitos porque ese día el mar estaba especialmente movido. Era su tercer día frente al mar y le apetecía caminar sola por la arena, dejar volar los pensamientos. De pronto vio cómo una ola arrastraba desde el espigón a un chico al agua. Sin pensarlo, se lanzó a socorrerlo —menos mal que no estaba lejos—, aunque tampoco era una gran nadadora, pero siempre había sabido mantenerse a flote. Las olas la ayudaban a acercarlo a la orilla, pero otras tantas la devolvían mar adentro. Finalmente, logró tener pie y pensó solo en no caer. Al fin, lo consiguió. Empapada en su bonito vestido pegado al cuerpo, miró al chico y se sorprendió: —Pero si parece un chaval, unos catorce años, alto eso sí, incluso algo más que yo —pensó—. ¿Qué haces metido en el agua con este oleaje? El adolescente, algo aturdido, le dio las gracias y se alejó tambaleando. Diana, encogiéndose de hombros, lo vio marchar. Al día siguiente, al despertar en el hotel, sonrió. El tiempo era espléndido, el sol brillante, el mar resplandecía con un azul tentador y tranquilo. El Mediterráneo parecía disculparse por el susto de ayer. Tras el desayuno, Diana fue a la playa y se tumbó al sol. Ya recuperada, por la tarde decidió pasear y se adentró en un parque, donde vio una caseta de tiro. En el colegio y la facultad siempre había acertado, aunque el primer disparo falló, el segundo dio justo en el blanco. —Mira, hijo, ¡así es como se hace! —oyó a su espalda una voz masculina. Se giró y, para su sorpresa, allí estaba el chico de ayer. Los ojos del joven destilaron un instante de miedo; la había reconocido también. Diana entendió que el padre no tenía ni idea del incidente y le sonrió discretamente. —¿Nos das una clase magistral? —preguntó un hombre alto y simpático—. Mi hijo Javi no da ni una, y yo tampoco, para qué mentir —le sonrió con simpatía. Después del tiro al blanco, siguieron paseando juntos y acabaron en una terraza tomando helado. Montaron en la noria y, al principio, Diana pensó que pronto llegaría la madre del chico, pero ambos parecían tranquilos, sin esperar a nadie. El padre, que se presentó como Antonio, resultó ser un conversador fascinante. Con cada minuto, a Diana le gustaba más. —¿Llevas mucho tiempo de vacaciones? —le preguntó Antonio. —No, estoy en mi primera semana, aún me queda otra. —¿Eres de aquí cerca, si no es indiscreción? Resultó ser una coincidencia increíble: los dos vivían en la misma ciudad—Sevilla. Los tres se echaron a reír. —Es curioso, en la ciudad nunca nos hemos cruzado y aquí, mira tú por dónde… —dijo Antonio, sonriendo a Diana, cada vez más convencido de lo agradable de su compañía. Javi también participaba en la conversación, sintiéndose ya cómodo, sabiendo que Diana guardaría el secreto del día anterior. Se despidieron ya de noche; padre e hijo la acompañaron al hotel, fijando la próxima cita en la playa. Diana fue la primera en llegar; los hombres se retrasaron casi una hora. —¡Buenos días! Perdona, Diana, no vas a creerlo, pero se nos olvidó poner la alarma y nos quedamos dormidos —se excusó Antonio con buen humor, acomodándose a su lado. —Papá, me voy al agua —anunció Javi y corrió hacia el mar. Diana, de golpe, gritó alarmada: —¡Espera, si no sabes nadar! —¿Cómo que no? —preguntó el padre sorprendido—. Nada perfectamente, hasta compite en el colegio. A Diana le extrañó y calló; ¿quizá ayer solo fue un susto? Estaban alojados en un hotel vecino. Los días siguientes se convirtieron en unas vacaciones de ensueño: cada mañana en la playa, tardes de excursiones, atardeceres interminables. Diana quería hablar a solas con Javi, tenía la impresión de que algo le preocupaba, aunque no estaba segura. La ocasión llegó: una mañana Javi apareció solo. —Hola, mi padre está algo enfermo, tiene fiebre —dijo—, pero no quería quedarme encerrado… Le he dicho que estaría contigo —sonrió—. Perdona que lo haya decidido por mi cuenta, pero me aburro demasiado solo. —Javi, dime el móvil de tu padre, así le llamo —él se lo dictó. —Buenos días —contestó Antonio al teléfono—, aunque para mí no lo son tanto, de repente me ha subido la fiebre. Cuida de mi chico, te hará caso, te lo prometo… —No te preocupes, recupérate pronto. Además, Javi es muy espabilado. Luego pasaré a verte —prometió Diana. Al salir del agua, Javi se tumbó junto a ella y, de pronto, le confesó: —¿Sabes? Eres una verdadera amiga. —¿Y eso? —Gracias por no contarle nada a papá de lo del espigón —dijo, casi avergonzado—. Me vi arrastrado por la ola de repente y me asusté un poco. —No tienes por qué agradecerme… —sonrió Diana y, tras un breve silencio, preguntó—: Y tu madre, ¿dónde está? ¿Por qué habéis venido solos? Javi dudó si contarle todo, pero, decidiéndose, habló. Por el trabajo de Antonio, a veces él se iba de viaje y entonces el chico se quedaba con su madre, Marina. Desde fuera, parecían una familia feliz, pero era solo fachada. Un verano, Antonio tuvo que asistir a un curso en Madrid durante tres semanas, lo que prometía un ascenso y un sueldo mucho mejor. —Mejor para todos —pensó—. Pero a Marina pareció no afectarle. Pronto invitó a casa a un compañero, Arturo, y a su hija, Clara, para “trabajar en unos planos.” Javi debía hacer de anfitrión con la chica, mayor que él, lista y un poco descarada. Los días con Clara pasaron rápido, pero antes del regreso de su padre, ella le soltó con sorna: —Menos mal que tu padre vuelve pronto. Me pagan por entretenerte mientras nuestros padres “se divierten”, yo tengo mejores cosas que hacer. A Javi no le hizo gracia el comentario, pero veía que era cierto: su familia estaba al borde del abismo. Cuando el padre regresó y tras un tiempo de dudas, Javi escuchó una noche a su madre decirle a Antonio que tenía otra relación y se marchaba de casa. —Yo me quedo contigo, papá. Ya lo sabía todo —dijo Javi tras la marcha de Marina. Antonio se emocionó: —Tienes razón, esto no es culpa tuya. Y si algún día quieres ver a tu madre, eres libre de hacerlo. Aún así, Javi no estaba preparado para perdonar. Tras la playa, Diana y el chico fueron a visitar a Antonio llevándole fruta fresca. Él ya se encontraba mejor y les prometió que al día siguiente iría de nuevo al mar. Tres días después, Antonio y Javi regresaron a Sevilla y Diana aún se quedó dos días más. El verano tocaba a su fin; en el albor de aquel verano se despidieron en la estación. Antonio prometió recoger a Diana en el aeropuerto; Javi sonreía, ilusionado. Diana no hacía planes, solo sonreía, releyendo los mensajes cariñosos de Antonio, que confesaba echarla de menos y desear volver a verla cuanto antes. Pronto Diana se mudó al piso de Antonio y Javi, y parecía que el más feliz de todos era el hijo: por su padre, por él mismo y por Diana.