**Guiada por el corazón**
Lucía salió de su despacho y vio cómo llegaba el ascensor y la gente se apretujaba para entrar.
—¡Esperen! —gritó, acelerando el paso.
En plena hora punta, igual que por las mañanas, pillar un ascensor era toda una odisea. Lucía se coló en el último segundo, rozando a los demás pasajeros. Tuvo que apoyarse contra el pecho de un hombre que tenía delante para que la puerta cerrara a sus espaldas.
—Perdón —murmuró, desviando la mirada para evitar que su frente rozara la barbilla del hombre. Su colonia tenía un aroma agradable.
—No pasa nada.
Así permanecieron hasta la planta baja, pegados como sardinas en lata.
Finalmente, el ascensor se detuvo y las puertas se abrieron. Lucía retrocedió para salir. El hombre la tomó suavemente del brazo, apartándola del camino para evitar que la empujaran al salir. Fue como un baile fugaz. Antes de que pudiera respirar hondo o darle las gracias, apareció su amiga Beatriz.
—¿Vas a casa? Te llevo en coche.
Lucía se distrajo con ella, sin llegar a ver bien al hombre ni agradecerle el gesto.
—No, gracias, prefiero caminar un rato.
Salieron a la calle. Una fina lluvia caía sobre Madrid, y la gente caminaba bajo paraguas.
—Llueve. Espera aquí, voy a por el coche.
—Bea, en serio, hoy quiero caminar —Lucía sacó su paraguas de la bolsa.
—Vale, como quieras —respondió Beatriz, lanzándole una mirada suspicaz.
Se despidieron. Lucía abrió el paraguas y se unió al torrente de transeúntes apresurados, sin prisa por llegar a un hogar donde solo la esperaba Carlos. Ni siquiera ella, en realidad: la cena que tendría que prepararle. Todo había empezado con tanta ilusión…
***
Lucía y su madre habían vivido juntas desde que su padre las abandonó cuando ella tenía nueve años. En el instituto, su madre volvió a casarse, y de pronto hubo un extraño en casa. A Lucía le gustaba ir en pantalones cortos y camisetas, pero su madre le advirtió que no era apropiado vestir así delante de un hombre adulto. Desde entonces, apenas salía de su habitación. Su abuela, sabia y resolutiva, le ofreció vivir con ella para dar espacio a la nueva pareja. Todos lo aceptaron con alivio.
Lucía estaba en primer año de universidad cuando su abuela falleció, dejándola sola en el piso familiar. Allí conoció a Álvaro, el chico más popular de la facultad. Las chicas competían por su atención, y Lucía, discreta y estudiosa, no esperaba llamar su mirada. Pero un día, en clase, se sentó a su lado. Al terminar, la acompañó a casa.
Un mes después, ya vivía con ella. Su madre intentó advertirle, pero Lucía se negó a escuchar. Si ella respetaba la vida amorosa de su madre, ¿por qué esta no hacía lo mismo? Estaba enamorada y todo iría bien. Así que discutieron y se distanciaron.
Pasaron casi dos años juntos, casi como un matrimonio. Las clases terminaron, solo quedaba defender los proyectos finales. Lucía estaba segura de que Álvaro le propondría matrimonio. Pero tras las graduaciones y celebraciones, él solo le anunció que se marchaba.
—¿A tu pueblo? —preguntó ella—. ¿Cuándo vuelves?
—No vuelvo. Primero iré a casa, luego a Barcelona. Tengo un tío que me consiguió trabajo allí.
—¿Y yo?
—Lucía, no empieces —respondió él, impaciente—. Lo hemos pasado bien, ¿no? Te agradezco que me acogieras, que me salvaras de la residencia. Pero tengo que seguir adelante. No quiero casarme ahora. Quiero crecer profesionalmente, comprar un piso en Barcelona, viajar… Nunca te prometí nada, ¿verdad?
—Podríamos ir juntos…
—No.
Mientras hablaba, Lucía comprendió que no lo conocía en absoluto. Lloró, le suplicó, le juró su amor.
—No estoy enamorado de ti. Fue cómodo vivir contigo. Eres buena, cariñosa… Encontrarás a alguien que quiera formar una familia. Pero yo no. Al menos, no ahora.
Se fue. Lucía lloró durante días. Su madre acudió, sin reproches, y la consoló. Lo más doloroso fue entender que Álvaro nunca la había querido: solo aprovechó el piso. Al menos, su huida reconcilió a madre e hija.
***
Lucía tardó en recuperarse. No salía con nadie, y en su trabajo predominaban las mujeres.
En la parada del autobús, veía cada mañana a un chico. Subían al mismo, compartían unas paradas. Con el tiempo, se sonreían, se saludaban, intercambiaban frases breves. Le gustaba esa complicidad leve: extraños que ya no lo eran tanto. Por las mañanas, incluso llegaba a apresurarse, preguntándose si lo vería. Y cuando aparecía, su corazón latía con alegría.
Hasta que dejó de aparecer. Lucía esperó, incluso perdió su autobús varias veces, pensando que llegaría tarde. Pero no volvió.
Hasta que un día, al cruzar la calle, lo vio. Su corazón saltó.
—Hacía tiempo que no te veía. ¿Has estado enfermo? —preguntó.
—Me despidieron. Ahora trabajo desde casa, pero es difícil: mi madre y mi hermana no paran de pedirme cosas. Busco algo fijo, pero nada todavía. Hoy quise verte… Ni siquiera sé tu nombre.
—Lucía.
—Yo soy Carlos. Mis amigos me dicen Carlitos.
Caminaron charlando, pasando sin darse cuenta al “tú”.
—¿Volveré a verte? —preguntó ella frente a su portal.
—Claro. Vivo cerca. Iré a la parada a esperarte.
Y así fue. Carlitos la acompañaba a menudo, conversaban, se hacían confidentes. Lucía tardó en confesar que vivía sola; no quería que la usaran otra vez. Pero él nunca forzó las cosas, nunca pidió entrar. Vivía con su madre y su hermana pequeña, lejos de la precariedad de una residencia.
Le gustaba su compañía, esa relación sin exigencias. No era un Adonis como Álvaro, y eso también le agradaba. A los veinticinco años, el corazón ansía amar y ser amado, y los fracasos pasados se olvidan rápido.
Un día de lluvia, lo invitó a su casa. Después, le ofreció que se mudara. Trabajaría más tranquilo, sin correr cada mañana a la parada.
Carlitos nunca encontró empleo fijo. Dijo que ganaba más por internet: editaba vídeos, diseñaba webs. Los fines de semana los elegía él.
Lucía salía temprano al trabajo; él se quedaba en casa. A veces pelaba patatas, hervía pasta. Iba al supermercado… incluso le pidió matrimonio enseguida. Aplazaron la boda: él enviaba dinero a su familia y ahorraba para el futuro. Al principio, le pareció admirable.
Pero con el tiempo, al volver, lo encontraba en el sofá, con una cerveza y la televisión. Dejó de cocinar, de hacer la compra. Siempre tenía una excusa: un trabajo urgente, un pago pendiente… aunque el dinero nunca llegaba.
—Mi madre está enferma, le di para las medicinas. Mi hermana tiene la graduación, necesita un vestido —justificaba.
Carlitos dejó de afeitarse. “¿Para qué? Si no sale.” Cada vez costaba más sacarlo de casa. Empezó a vestir solo con ropa de deporte.
—Te pedí que sacaras la ropa de la lavadora. Ahora está arrugada —se quejó ella un día.
—Que trabaje en casa no significaLucía respiró hondo y, mientras observaba la ciudad a través de la ventana del coche, supo que esta vez, por fin, estaba lista para elegir su propia felicidad.