Al compás del corazón

**A merced del corazón**

Salí del despacho y vi que el ascensor llegaba y la gente comenzaba a entrar.

—¡Esperad! —grité y aceleré el paso.

Al final de la jornada, como por las mañanas, es difícil pillar el ascensor. Logré colarme en el último momento, rozando a los demás. Tuve que apretarme contra el pecho del hombre que tenía delante para que la puerta cerrase a mis espaldas.

—Perdón —dije, apartando la cara, pues su barbilla casi rozaba mi frente. Olía bien, a colonia fresca.

—No pasa nada.

Así bajamos hasta el primer piso, pegados como sardinas en lata.

Por fin, el ascensor se detuvo y las puertas se abrieron. Di un paso atrás para salir, pero el hombre me sujetó del brazo, evitando que tropezara y apartándome del gentío que salía. Fue como un baile. No tuve tiempo ni de agradecérselo cuando apareció mi amiga Lucía.

—¿Vas a casa? Te puedo llevar.

Me distraje con ella y no pude echarle otro vistazo al desconocido ni darle las gracias.

—No, gracias. Prefiero caminar, necesito aire.

Salimos a la calle. Lloviznaba y la gente pasaba con paraguas.

—Llueve. Quédate aquí, voy a por el coche.

—Lucía, gracias, pero iré andando. Saqué mi paraguas de la bolsa.

—Bueno, si no quieres… —dijo ella, mirándome con sospecha.

Me despedí, abrí el paraguas y me mezclé con la muchedumbre de compañeros sin coche. Necesitaba estar sola, pensar. La verdad, no tenía ganas de llegar a casa.

El paraguas era un estorbo. Tuve que esquivar los de los demás para no chocar. Al final, lo cerré y lo guardé. Los árboles ya tenían brotes, algunos incluso hojas nuevas. Esa etapa es tan breve que quise grabarla en la memoria.

Caminaba preguntándome cómo había vuelto a equivocarme, a estar en el lugar incorrecto, con la persona equivocada. No por el piso, una herencia de mi abuela que me libraba de hipotecas. Precisamente eso atraía a hombres interesados. Demasiado tarde lo entendí.

Así que alargaba el camino, solo para retrasar el momento de llegar a casa, donde me esperaba Víctor. Bueno, no a mí, sino a la cena que le prepararía. Y todo había empezado tan bonito…

***

Mamá y yo vivíamos solas. Papá nos dejó cuando tenía nueve años. En bachillerato, ella volvió a casarse. Un hombre entró en nuestra casa, y yo, acostumbrada a ir en pantalones cortos y camiseta, recibí un sermón: «No es decente ir semidesnuda delante de un hombre adulto». Me dio vergüenza y me encerré en mi habitación. Mi abuela resolvió el problema invitándome a vivir con ella mientras mamá y su nuevo marido se adaptaban. Todos quedaron contentos.

En mi primer año de universidad, mi abuela falleció y me quedé sola. En clase me gustaba Iván. Las chicas no le quitaban ojo. ¿Qué posibilidades tenía una como yo de llamar la atención de un atleta guapo? Hasta que un día se sentó a mi lado en clase y luego me acompañó a casa.

Un mes después, ya vivía conmigo. Mamá intentó advertirme, pero no quise escuchar: «Si tú puedes con tu vida, déjame con la mía. Soy adulta, le quiero y todo irá bien». Acabamos peleadas.

Casi dos años juntos, casi una familia. Terminamos la carrera, defendimos los trabajos. Estaba segura de que Iván me pediría matrimonio. Pero llegó la graduación, los brindis… y nada. Peor aún, me dijo que se iba.

—¿A tu pueblo? —pregunté—. ¿Cuándo vuelves?

—No vuelvo. Primero a casa, luego a Madrid. Tengo un tío que me ofreció trabajo.

—¿Y yo?

—Laura, no empieces. Hemos estado bien juntos, ¿no? Te agradezco que me acogieras, me salvaste de la residencia. Pero debo seguir adelante. No quiero casarme ahora. Quiero labrarme un futuro, comprar un piso en Madrid, viajar… Nunca te prometí nada.

—Podríamos ir juntos…

—No.

Mientras hablaba, me di cuenta de que no lo conocía en absoluto. Lloré, le declaré mi amor, le rogué que se quedara.

—No te quiero. Era cómodo vivir contigo. Eres buena chica, encontrarás a alguien mejor, te casarás, tendrás hijos. Pero esa vida no es para mí, al menos no ahora. Te lo agradezco, pero nuestros caminos se separan. Adiós.

Se marchó. Yo lloré tres días seguidos. Mamá vino, sin reproches, solo me consoló. Lo más doloroso fue aceptar que Iván nunca me había querido, solo quería el piso. Al menos, su marcha reconcilió a mamá y a mí.

***

Durante mucho tiempo, no salí con nadie. En la oficina casi solo había mujeres.

En la parada del autobús, cada mañana veía a un chico. Subíamos al mismo, compartíamos algunas paradas. Con el tiempo, nos saludábamos, incluso intercambiábamos frases. Me gustaba esa complicidad sin compromiso. Ni siquiera sabía su nombre. Pero cada mañana iba con ilusión, preguntándome si lo vería.

Hasta que un día desapareció. Lo busqué en la parada cada mañana, incluso dejaba pasar mi autobús por si llegaba tarde. Pero no volvió.

Hasta que una tarde, al bajar del autobús, lo vi. Mi corazón dio un brinco.

—Hacía tiempo que no te veía. ¿Has estado enfermo?

—Me despidieron. Ahora trabajo desde casa, pero es difícil. Mi madre me pide favores, mi hermana me distrae. Busco algo fijo, pero nada aún. Quería verte. Ni siquiera sé cómo te llamas.

—Laura.

—Yo, Víctor. Mis amigos me llaman Viti.

Caminamos charlando, pasando del «usted» al «tú».

—¿Ya no te veré? —pregunté frente a mi portal.

—Claro que sí. Vivo cerca, iré a la parada a esperarte.

Y así fue. Me acompañaba a casa, hablábamos. Durante mucho tiempo no le dije que vivía sola, no quería repetir errores. Pero él nunca se invitaba a subir ni presionaba. Vivía con su madre y hermana.

Me gustaba Víctor, y esa relación sin ataduras. No era tan guapo como Iván, y eso también me gustaba. A los veinticinco, uno quiere amor, dar y recibir. El pasado duele, pero se olvida.

Un día de lluvia lo invité a casa. Luego le propuse que se mudara. «Aquí trabajarás tranquilo, y no tendrás que ir a la parada a esperarme».

Pero nunca encontró trabajo. «Gano más por internet que en una oficina», decía. Aprendió a editar vídeos, hacía páginas web. Los fines de semana eran cuando quería.

Yo salía temprano; él se quedaba. A veces pelaba patatas, hervía pasta. Iba al supermercado alguna vez. Pronto me pidió matrimonio, pero pospusimos la boda. Parte del dinero lo daba a su familia, otra la ahorraba. Me gustaba su actitud.

Hasta que, al volver, lo encontraba en el sofá, con una cerveza. Dejó de cocinar, de comprar: «Estoy ocupado, trabajando». Pero el dinero no llegaba.

—Mamá se puso mala, le di para medicinas. Mi hermana tiene la graduación, necesitaba un vestido. Todo está muy caro.

Noté que dejó de afeitarse. «¿Para qué? Si no me ve nadie». Salía cada vez menos, en chándal.

—TeEse día, al volver a casa, respiré hondo, abrí la puerta y le dije: «Víctor, esto se ha terminado, es hora de que cada uno siga su camino».

Rate article
MagistrUm
Al compás del corazón