Ahora tengo setenta años. Estoy sola como un hilo. Me he convertido en una carga para mi propia hija.
—Hija, ven esta tarde, te lo pido… No puedo sola…
—Mamá, estoy agobiada de trabajo. Deja de quejarte. Bueno, iré.
Me quedé junto al teléfono, apretando el auricular con fuerza, mientras las lágrimas rodaban por mis mejillas. De rabia. De dolor. De entender que para mi única hija yo era un estorbo. Recordé cómo crié a Lucía sola, cómo cargué con todo. Nunca en la vida le negué nada. Todo lo mejor para ella. Todo por ella. Quizás ahí estuvo mi error. La mimé demasiado, la quise demasiado, creí que haciéndola feliz, yo también lo sería.
Cuando Lucía tenía once años, apareció un hombre en mi vida. Después de tanto tiempo, me sentí mujer otra vez. Pero Lucía montó tal escándalo que tuve que dejarlo. Aunque mi corazón gritaba, elegí a mi hija. Siempre la elegí a ella. Y ahora… ahora tengo setenta años. Estoy sola. Tengo un montón de dolencias, apenas tengo fuerzas, y la única persona en quien confiaba —mi hija— me aparta como a una mosca molesta.
Lucía lleva veinte años casada. Tiene tres hijos, pero los veo poco. ¿Por qué? No lo sé. Quizás les dijeron también que «les doy la lata».
—Mamá, ¿qué pasa ahora? —entró Lucía derrotada por la irritación.
—Me han recetado unas inyecciones… Tú eres enfermera, ¿no podrías ayudarme?
—¿Qué, venir todos los días? ¿Estás de broma?
—Lucía, hay tanta nieve en la calle, no llegaré sola al ambulatorio…
—¡Pues págame si quieres que venga! ¡Nadie trabaja por las gracias!
—No tengo dinero…
—¡Pues perfecto! ¡Pide ayuda a otro! —Y cerró la puerta de un portazo.
A la mañana siguiente, salí dos horas antes —avanzando despacio por la acera nevada, apretando en el puño la receta y murmurando: «Tú puedes, solo hay que llegar…». Las lágrimas caían solas. De dolor. De soledad. Por esa frase que nunca olvidaré: «Eres una carga».
En la puerta del ambulatorio, una joven se me acercó:
—Dejen pasar a la abuela. ¿Se encuentra mal? ¿Está llorando?
—No, hija. No es por el dolor. Es por la vida…
Se sentó a mi lado y me escuchó. Le conté todo. Curiosamente, fue más fácil hablar con una desconocida que con mi propia hija. Se llamaba Ana. Resultó que vivía en el edificio de al lado. Desde ese día, empezó a venir más seguido. Nos hicimos amigas. Me traía comida, me ayudaba con las medicinas. Solo me escuchaba.
En mi cumpleaños, Ana vino sola. Lucía ni siquiera llamó.
—No podía no venir —me dijo Ana—. Me recuerda mucho a mi madre. A su lado me siento en paz…
Y entonces entendí: una extraña me había dado más que aquella a quien crié con el corazón en la mano.
Nos volvimos como familia. Ana me invitaba a su casa en el pueblo, celebrábamos juntas, íbamos de paseo. Y al final, tomé una decisión difícil pero honesta: le firmé el piso a Ana. Al principio se negaba, decía: «No quiero nada suyo». Pero insistí. No estaba por interés —se notaba. Simplemente estaba ahí. Cuando nadie más lo estaba.
Luego me mudé con ella —ya no podía vivir sola. Vendimos mi piso para que Lucía no pusiera pleito. Y lo olvidamos todo. Hasta que…
Un año después, Lucía apareció. Fría. Llena de rabia.
—¡Le regalaste el piso a una extraña! ¡Me has humillado ante toda la familia! ¡Era mío! ¡Más te valdría estar muerta!
El marido de Ana la echó de casa, sin dejar que me gritara.
Así es. Los extraños resultaron más cercanos que la propia sangre. Ana se convirtió en mi hija. Y aquella a quien llevé en mi vientre, me traicionó. Cuando más la necesité, me dio la espalda. Porque no tenía tiempo. Porque era un «estorbo». Porque el amor de una madre no es un capital. Ni un activo. Solo es un sentimiento. Y hoy… los sentimientos ya no le importan a nadie.