Ahora tengo 52 años y no me queda nada. No tengo esposa, familia, hijos ni trabajo nada.
Me llamo Pedro. María y yo compartimos treinta años de matrimonio. Yo siempre fui quien aportaba el sustento económico, mientras ella se encargaba del hogar. Nunca quise que trabajara; me contentaba con que estuviera en casa, aunque con el paso del tiempo empezó a fastidiarme.
Vivíamos bajo un respeto mutuo, pero el amor se extinguió. Pensé que era algo normal y me quedé conforme. Entonces todo cambió. Una noche, en un bar, conocí a Elena, que era veinte años menor que yo. Era hermosa, simpática y divertida, como un sueño hecho realidad.
Empezamos a vernos y pronto se volvió mi amante. Tras dos meses, comprendí que ya no quería seguir engañando a María. No quería volver a casa después de la jornada. Me di cuenta de que amaba a Elena y que deseaba que ella fuera mi esposa.
Unos días después le confesé la verdad a María. No armó escándalo; mantuvo la calma. Creí que tampoco me amaba, por eso aceptó todo con tanta serenidad. Ahora entiendo cuánto la herí.
Procedimos al divorcio y vendimos el piso donde habíamos vivido muchos años. Elena insistió en que no dejara el apartamento para mi exesposa, y así lo hice. María compró un pequeño estudio. Yo, con mis ahorros, adquirí un apartamento de dos habitaciones para Elena.
No le di ni un centavo a mi exesposa. Sabía que estaba sin recursos y que no conseguiría empleo pronto, pero en ese momento no me importaba. Mis hijos, Miguel y Santiago, dejaron de hablarme porque sentían que había traicionado a su madre y no podían perdonarme.
En ese instante tampoco me afectó mucho. Elena estaba embarazada y aguardábamos con ansias el nacimiento del bebé. Pronto llegó un niño, pero no se parecía ni a mí ni a Elena. Mis amigos dudaban que fuera mi hijo y yo no quería escucharlos.
La vida con Elena se volvió insostenible. Tenía que trabajar mucho, ocuparme de la casa y del niño. Elena solo pedía dinero y salía constantemente. El hogar estaba siempre desordenado, nunca había comida preparada y ella regresaba a las tres o cuatro de la madrugada olfateando a alcohol, armando discusiones por cualquier cosa.
Al final perdí el empleo. Estaba cansado, irritado y mi rendimiento decayó. Así transcurrieron tres años. Entonces mi hermano, que jamás aprobó a Elena y sospechaba que el niño no era mío, me persuadió para hacer una prueba de ADN. Resultó que el niño no era mío.
Nos divorciamos de inmediato al descubrir la verdad. Durante ese tiempo no había tenido contacto ni con María ni con mis hijos. Tras el divorcio con Elena decidí volver con mi primera esposa. Compré flores, vino y un pastel y me dirigí a su casa. Resultó que María ya no vivía allí; el nuevo propietario me facilitó su nueva dirección.
Fui a ese domicilio. Un hombre abrió la puerta. María había conseguido un buen trabajo y se había casado con un colega. Era feliz y estaba bien.
Tiempo después la crucé en una cafetería y le pedí que volviera conmigo. Me miró como a un tonto y se marchó. Ahora entiendo el error que cometí. ¿Qué buscaba? ¿Qué conseguí? ¿Por qué abandoné a mi esposa y me casé con una mujer mucho más joven?
Hoy tengo 52 años y no poseo nada. No tengo esposa, trabajo, ni siquiera mis hijos quieren hablar conmigo. Perdí todo lo que más valoraba y fue enteramente por mi culpa. Lamentablemente jamás podré reparar este error






