Ahora solo pido un plato de sopa

Hoy solo pido un plato de sopa.

Tengo setenta y siete años, y he llegado al día en que le pido a mi nuera, Lucía, apenas un plato de sopa. Hasta no hace mucho, creía que sus obligaciones eran mantener la casa limpia, cocinar, hacer labores, cuidar de la familia, como yo lo hice en su momento. Pero la vida cambió, y yo, Carmen Alonso, entendí que mis expectativas son cosa del pasado. Mi hijo Javier y Lucía me acogieron en su casa, y ahora vivo aquí, sintiéndome entre una invitada y una carga. Mi corazón duele con esta idea, pero intento aceptar la realidad, aunque el resentimiento aún arde por dentro.

Hubo un tiempo en que fui dueña de una gran casa. Me levantaba al canto del gallo, preparaba cocidos, horneaba empanadas, cosía cortinas y criaba a Javier. Mi marido, que en paz descanse, trabajaba en la fábrica, y yo mantenía el hogar en orden para que volviera al calor de casa. Pensé que así debía ser: la mujer, guardiana del hogar, y la nuera, cuando llegara el momento, seguiría esas tradiciones. Cuando Javier trajo a Lucía, esperé que fuera como una hija, que compartiéramos quehaceres y recetas, como en los viejos tiempos. Pero todo fue distinto.

Lucía es una mujer moderna. Trabaja en una oficina, siempre con el móvil, viste a la moda y casi no cocina. Cuando se casaron, yo aún vivía en mi piso, pero hace dos años mi salud flaqueó—las piernas me fallaban, los mareos no cesaban. Javier insistió: “Mamá, ven con nosotros, estarás mejor”. Acepté, vendí mi piso para no ser un peso y les di el dinero para reformar su casa. Creí que ayudaría en lo que pudiera, pero Lucía no quiso mi ayuda… ni mis expectativas.

Desde el primer día noté que no le gusta que me meta en la cocina. Una vez le ofrecí hacer un cocido, como le gusta a Javier, y ella sonrió: “Carmen, no se preocupe, pido algo por la app, será más rápido”. ¿Pedir? Para mí, la comida es cuidado, no un clic en una pantalla. Intenté limpiar, pero Lucía me detenía: “No hace falta, tenemos un robot aspirador”. ¿Un robot? ¿Dónde queda el alma, el calor? Me callaba, pero dentro crecía la sensación de que sobraba. Javier solo encogía los hombros: “Mamá, Lucía lo lleva, descansa”. ¿Descansar? A mis setenta y siete, descansar no es estar sin hacer nada, sino sentirse útil.

Lo que más duele es su actitud. Siempre creí que una nuera debía respetar a la suegra, ayudarla, escuchar sus consejos. Pero Lucía hace las cosas a su modo. Prepara ensaladas con aguacate, no las albóndigas que yo le enseñé. Su casa está limpia, pero fría—sin esos detalles que la hacen viva: ni bordados en los manteles, ni el aroma de pan recién horneado. Una vez le sugerí: “Lucía, ¿hacemos una empanada? A Javier le encantan de atún”. Y ella respondió: “Carmen, ahora comemos menos harina, es por la dieta”. ¿Dieta? ¿Y con qué se alimenta el alma?

Empecé a resentirme. Creí que no me respetaba, que no valoraba mi experiencia. Le hablé a Javier: “Hijo, tu mujer no lleva la casa, todo lo piden, todo es por el móvil. ¿Así es una familia?” Pero él se limitó a decir: “Mamá, no exageres, estamos bien”. ¿Bien? Quizá para ellos sí, pero yo me siento como un mueble arrinconado. Una vecina, cuando me quejé, me dijo: “Carmen, los tiempos cambian, las nueras ya no son como antes”. Pero no quiero culpar al tiempo. Quiero que me vean, no solo que me den de comer y me acuesten.

Hace unos días entendí que no podía más. Lucía preparaba la cena—algo con pollo y una salsa rara. Yo estaba en mi cuarto, escuchando cómo se reían con Javier, y de pronto me sentí ajena. Me levanté, fui a la cocina y dije: “Lucía, ¿me haces un plato de sopa? Sencilla, como me gusta, con patata”. Se sorprendió, pero asintió: “Vale, Carmen, mañana la hago”. Y ayer me la trajo—una sopa normal, caliente, casi como la mía. La comí y casi lloro. No por el sabor, sino porque entendí: esto es todo lo que pido ahora. Ni labores, ni consejos, ni mis reglas—solo un plato de sopa.

Caí en la cuenta de que mis esperanzas eran de otra vida. Lucía no será como yo, y tal vez no sea malo. Ella trabaja, se cansa, y yo, a mi edad, ya no puedo dictar cómo deben vivir. Pero duele no ser necesaria como antes. Javier me quiere, lo sé, pero está ocupado con su vida. Y yo me siento en su casa pensando: ¿dónde queda esa mujer que lo manejaba todo? Solo queda una anciana que pide sopa.

He decidido no rendirme. Aprenderé a vivir distinto: veré mis telenovelas, pasearé por el parque, llamaré a las amigas de siempre. Quizá le pida a Lucía que me enseñe a pedir comida por el móvil—¿quién sabe? Pero no quiero ser una carga. Si no me ven como madre o abuela, buscaré un motivo para vivir. Por ahora, solo pido un plato de sopa… y, tal vez, un poco del calor que tanto echo de menos.

**Lección aprendida:** Aferrarse al pasado solo amarga el presente. A veces, la aceptación es el único consuelo que nos queda.

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Ahora solo pido un plato de sopa