**Diario de Lucía Martínez**
*12 de octubre, 2023*
¡Aguanta, hija! Ahora perteneces a otra familia, y debes aceptar sus costumbres. No te casaste para ser una invitada me decía mi madre al teléfono, con esa voz cansada de quien repite lo mismo una y otra vez.
¿Qué costumbres, mamá? ¡Están todos locos aquí! ¡Especialmente mi suegra! Me odia, es evidente.
¿Y tú has oído alguna vez de suegras buenas?
¡Anda que si sale! ¡Siempre está de juerga! gritaba Carmen López desde el centro de la cocina, su rostro enrojecido por la ira, los ojos ardiendo. Si un hombre anda por ahí, la culpa es de su mujer. ¿O es que tengo que explicártelo todo?
Mi suegra estaba fuera de sí. Le gritaba a mi cuñada, Elena, como una posesa, solo porque esta sospechaba que su marido, mi hermano Javier, le era infiel.
Elena, una chica joven y delicada con unos ojos grandes e inocentes, se apoyaba contra la pared, intentando apaciguar a aquella furia.
Carmen, pero esto no está bien. Él tiene familia, hijos intentó defenderse, pero mi suegra la interrumpió con un gesto brusco, como si ahuyentara una mosca.
¿Familia? ¿Tú? ¿O ese niño que ni a su abuelo ni a mí nos deja acercarnos? resopló despectiva. ¡Y todo por tu educación, por cierto!
¿Qué educación, Carmen? A Lucas solo le acaba de cumplir un año. Es un bebé protestó Elena, casi en un susurro.
¿Un bebé? Mi suegra torció el gesto. El nieto de los Mendoza tiene menos meses y ya va de brazo en brazo sin quejarse. No como ese tuyo. Señaló hacia la habitación del niño con desdén.
Es su nieto también respondió Elena, aunque su voz temblaba. Y los niños sienten a la gente. Quizá por eso no se acerca.
¿Que somos mala gente? ¡Vaya fresca estás! Carmen elevó el tono. ¿Y de quién es la casa donde vives? ¿La comida que comes? ¿El dinero que gastas? ¡Desagradecida!
Elena ya no quería discutir. Había hablado mil veces con Javier sobre vivir aparte, pero él, el perfecto hijo de mamá, no veía necesidad. Le encantaba vivir con sus padres: sin preocupaciones, sin tareas domésticas. Todo solucionado. ¡Qué vida más fácil!
En cambio, a Elena le exigían todo. Al principio, intentó llevarse bien con Carmen: ayudaba en la casa, la escuchaba, incluso aguantaba sus quejas interminables. Pero pronto entendió que era inútil. Por más que se esforzara, Carmen la odiaba, y ni siquiera lo disimulaba.
Trajo a esta inútil a casa, como si no hubiera mujeres decentes le contaba Carmen a su vecina, la cotilla del pueblo, mientras yo recogía los juguetes que Javier dejaba tirados y lo escuchaba todo.
¡Para lo que vale! Ni siquiera sabe cocinar.
¡Y el niño! Nada que ver con el de los Mendoza. Este llora por todo. Se nota la sangre.
Cuando la situación se volvía insoportable, llamaba a mi madre, llorando. Ella solo repetía:
Aguanta, hija. Es lo que nos toca a todas. No muestres debilidad.
Sabía que con mi madre, sumisa y temerosa, no había solución. Una vez amenacé con contárselo a mi padre.
¡Por Dios, no lo hagas! se asustó. Sabes que está en libertad condicional. Si se entera de cómo te tratan, capaz acaba otra vez entre rejas.
Lo sabía. Mi padre me adoraba. Había acabado en la cárcel por una paliza que le dio a un tipo que me insultó en la tienda. Era un hombre de carácter.
Está bien, no le diré nada cedí. Pero si esto sigue así no sé qué haré.
Todo se arreglará, hija insistía ella, como si sus palabras pudieran borrar el dolor.
Pero no mejoró. Carmen parecía odiarme más cada día, como si yo fuera la causa de todos sus males. Hasta mi suegro, un hombre cansado de la vida, alguna vez intentó mediar.
¿Por qué le gritas tanto a la chica? dijo una mañana, cuando la pelea llegó a su punto máximo. ¡Se irá de aquí! ¡Y con razón!
¡Que se vaya! chilló Carmen, cambiando su ira hacia él. ¡Que me pague hasta el último céntimo que se ha gastado aquí! ¡Y me quedo con el niño, para que no lo críe en una familia de vagos!
Sabía que eran tonterías, pero el miedo se apoderó de mí. Además, aún quería a Javier. Los rumores de que andaba con su ex, Sandra, resultaron ser solo chismes de pueblo.
Todo cambió el día que Carmen, envalentonada, le contó sus “hazañas” a su amiga Maruja. Como siempre, la historia se exageró, pasó de boca en boca, y finalmente llegó a oídos de mi padre.
No lo pensó dos veces. Tomó su hacha la misma que usaba para cortar leña, se subió a su vieja moto, y sin decirle nada a mi madre, vino a rescatarme.
Ese día, Carmen estaba furiosa porque Lucas había manchado el sofá nuevo. Gritaba como una loca.
¡Lo has arruinado! ¿Sabes lo que costó? ¡Manazas!
Lo limpiaré intenté calmarla, temblando.
¿Limpiar? ¡Está nuevo! Claro, tú nunca has pagado por nada.
¿Y usted sí? No pude evitarlo. Lleva toda la vida viviendo del sueldo de su marido.
¡Mira cómo me habla! Su rostro se tornó escarlata. ¡Límpialo y luego fuera de mi casa!
Llorando, intenté quitar la mancha, pero parecía burlarse de mí. Lucas lloraba, sintiendo mi angustia. Carmen seguía escupiendo insultos.
Hasta que apareció él.
Mi padre.
Plantado en el umbral, el hacha en mano. Carmen se dio la vuelta y palideció. Conocía su temperamento. Sabía lo que había pasado la última vez que alguien me hizo daño.
Hola, Nicolás tartamudeó, forzando una sonrisa. Solo estaba educando a tu hija.
He oído cómo la educas respondió él, entrando con los zapatos puestos.
Alzó el hacha. Carmen cerró los ojos, pero él solo la apoyó en su hombro y me tendió la mano.
Vámonos, Lucía. No tienes nada que hacer aquí.
Espera Carmen recuperó algo de valor. ¿Qué le digo a mi hijo?
Que venga a buscarla. Y hablaremos. Como hombres.
Su mirada helada dijo más que mil palabras.
Me llevó a mí y a Lucas. Javier tardó en venir, asustado por el enfrentamiento. Pero al final apareció.
Mi padre habló con él, calmado pero firme. No gritó, no amenazó, pero el hacha sobre la mesa daba peso a sus palabras.
Javier prometió que viviríamos aparte, que su madre no se metería más, que nos protegería.
Cuando mi padre le estrechó la mano, Javier supo que no había vuelta atrás.
Desde entonces, Carmen nos evita. No nos saluda ni nos mira.
Vivimos separados. Y, por fin, en paz.
No sé si es por miedo a mi padre o por amor. Pero al menos respira.






