Una feliz coincidencia
Rita tenía un perro, un marido y un vecino llamado Diego Lencina. Por las tardes, Rita sacaba a pasear al perro, mientras que el vecino Diego paseaba solo. Caminaban alrededor de la casa charlando.
– Tienes mala cara, Diego, – decía Rita con preocupación. – Pareces una planta que lleva días sin agua. Eso de no estar casado te está pasando factura. Ayer estabas soltero, hoy también… temo verte igual de soltero mañana.
– ¡Eso lo doy por hecho! – asentía Diego con desgana, perdido en sus pensamientos. – Me encantaría encontrar una mujer para traer a casa, pero no parece haber oportunidad.
– ¡Siempre esperando un fantástico golpe de suerte! – decía Rita, mientras controlaba al perro. – Pero, querido, así puedes esperar hasta el final de los tiempos. Aunque conozco a una prima lejana que está soltera…
– Prefiero dejar de lado a tu maravillosa prima – replicaba Diego con tono sufriente. – No dudo de las cualidades de tu familiar, pero el amor no se puede forzar.
Daban una segunda vuelta a la casa. El perro estaba contento, el vecino, triste, y a Rita le divertía su conversación.
– ¿Por qué no tomas la iniciativa, Diego? – preguntaba ella. – ¿Por qué no te valen los métodos clásicos de “ver, conocer, enamorarse”?
– Porque el vasto conocimiento del ser humano muestra que los eventos más importantes suceden por casualidad – argumentaba Diego, que había leído mucho. – Repasa la historia: Colón descubrió América por azar. El químico Plunkett inventó el teflón por accidente. El físico Röntgen descubrió la radiación por casualidad…
– …¿y Diego Tomás Lencina se casó por casualidad? – reía Rita. – ¡Bravo! Serías un digno sucesor de esa lista ilustre.
– Casarse con alguien al azar para rellenar una casilla en el DNI no requiere mucha cabeza – replicaba el vecino testarudo. – Pero esa no es mi camino. La casualidad tiene que jugar el papel principal.
– ¡Respira, Diego! – insistía Rita. – Respira más hondo mientras estás fuera. Da lástima verte. Pálido, con los ojos rojos… Mi esposo está casado conmigo y por eso está lozano y alegre.
El vecino obedientemente respiraba. Desde las ventanas de la casa caía una luz que formaba cuadrados amarillos y rosados a sus pies, reflejando los tonos de las cortinas.
– ¡Qué buen paseo! Y, por cierto, mi prima… – lanzaba otro comentario Rita.
– ¡Nada de primas! – exclamaba Diego moviendo las manos. – ¡Olvídala! Sé perfectamente que si me empujan a conocer a alguien, no funcionará. Sin la casualidad, no hay efecto sorpresa. Y no sentiré nada. No llegaré a decirme “¡Caramba, qué suerte la mía!”.
– Mi prima te llevaría la contraria, – decía Rita. – Pero, la dejaremos tranquila si lo pides así. Respira, Diego, respira.
– Te burlas de las “felices coincidencias”, ¡pero tú misma! – argumentaba Diego. – Recuerdas que no buscabas marido, ¿verdad? Ni él te buscaba a ti. Pero se encontraron inesperadamente, se enamoraron y se casaron. ¿No es así?
Diego tenía razón, y Rita no podía contradecirlo.
– Sí, me encontré con Fran por casualidad, – reconocía, jugando con la correa. – Casi un disparate. ¿Te he contado? Tenía veinte años y fui a la pista de hielo de la ciudad…
– ¡Déjame adivinar! – interrumpía el vecino. – ¿Tu futuro esposo también iba a la pista, y se toparon? ¿Quizás chocaron en el hielo y cayeron juntos? ¿Y después se hicieron amigos?
– Mi querido analista, ¡ojalá! – contestaba Rita. – Fui a la pista, pero mi futuro esposo no…
– Qué raro, – decía Diego. – ¿Dónde lo encontraste entonces?
– Después de la pista, – explicaba Rita. – Al perder el autobús, caminé con mis patines al hombro. Cruzando atajos, resbalé junto al coche de Fran, caí al suelo de golpe, y mis patines volaron bajo su rueda.
Diego chasqueó los dedos, viendo que todo encajaba perfectamente.
– ¡Ves cuántas circunstancias fortuitas y felices coincidieron! – celebraba él. – Ese día podrías no haber ido a la pista, ¿verdad?…
– No quería ir, – admitía Rita. – Pero discutí con mi anterior novio, la noche se arruinó, y quise distraerme sola.
– ¡Ahí está! – se exclamaba Diego. – Muchas casualidades. Podrías no haber discutido, no haber ido a la pista. Podrías no haber perdido el autobús y ahorrarte la caminata… Y podrías no haber caído, y pasar de largo al desconocido Fran…
– Tienes razón, – dijo Rita. – Pero sucedió así. Caí de bruces, los patines volaron, y Fran…
– …corrió a socorrerte con un “¿Estás bien?” – supuso Diego.
– No. Se me acercó y dijo: “¿No son tus patines esos que han salido volando?” Y yo respondí: “No tiene gracia, tonto”. Y él “¡Y tú tampoco!”. – Y así acabamos despertando juntos.
Eso era todo lo que Diego Lencina necesitaba. El matrimonio de Rita y Fran era la prueba clara de la superioridad de la coincidencia juguetona sobre la aburrida búsqueda planificada.
– ¡El destino junta a aquellos que necesita unir! – dijo Diego. – Lo sabes bien, vecina, estoy desarrollando mi propia fórmula para conocer mujeres.
– ¿Y por eso pasas otra media noche delante del ordenador? – reprochaba Rita. – Por eso estás tan pálido, como masa de croquetas. Lo entendería si buscaras chicas en la red, pero tus objetivos son otros.
– ¿Citas online? – Diego bufó con desdén. – Pura tontería. Recuerdo haber visto allí una chica bastante guapa. Su rostro me parecía lleno de delicadeza y misterio, y su sonrisa irradiaba una melancolía indescriptible.
– ¡Qué romántico! – halagó Rita. – Si no estuviera casada, me arrojaría a tus brazos junto con mi perro. Pero no puedo. Mi lejana prima, en cambio…
– ¡Nada de primas! – Cortó Diego. – Al ver a esa chica tan bonita en la red, le escribí: “Fue en la orilla del mar, donde la espuma juega, donde raramente pasa un carruaje de ciudad…”
– ¿Y ella?
– Ese angelito me respondió como Tatyana en “Eugene Onegin”: “Tú qué, ¿tonto o qué?” Y ahí supe que no era el caso.
Rita reía junto a su perro, que aullaba suavemente para hacerle coro.
– Tengo una mente matemática, – advirtió Diego levantando un dedo. – Trabajando de noche, calculo la probabilidad de un encuentro casual con una mujer a la que ame. Los avances son modestos, pero un día sucederá. Un encuentro fortuito, un incidente inesperado, el inicio involuntario de algo grandioso…
– ¡Te deseo sinceramente que encuentres pronto esa feliz coincidencia! – dijo Rita.
Y se fueron, uno para alimentar a sus hijos, perro y marido, y Diego para esforzarse en formular su teoría sobre el amor casual.
***
Esa tarde, Diego salió también a tomar aire fresco. Rita no estaba en la entrada, pero sí vio a una chica pasando en bicicleta. Distraída, la chica cayó con su bicicleta justo a los pies de Diego.
Puede que Diego fuera algo fastidioso, pero tenía buen corazón. Rápidamente acudió en ayuda de la ciclista. La chica tenía ojos azules, cabello dorado y esbeltas piernas.
– ¡Cuídate! – dijo Diego, ayudándola a levantarse. – ¿Por qué caes en el duro acera? Podrías destrozar la bicicleta…
– Fue accidental, – respondió la chica de ojos azules, agarrándose la rodilla. – ¡De hecho, no quería pasar por este barrio! No te quedes ahí parado, échame una mano. Uf, cómo me da vueltas la cabeza… Me llamo Ariadna, es un gusto conocerte.
Diego atendió a la chica herida en un banco y luego le arregló la bici. Por lo visto, estaba encantado con esta desconocida que había caído ante él. Era el complemento perfecto para su teoría de encuentros casuales.
Rita los observaba desde detrás de la cortina. Sabía que su prima Ariadna había roto dos faldas y se había llevado cinco moratones aprendiendo a caer del bici de forma elegante y oportuna…