El sueño de ser padres inundaba cada rincón del corazón de Lucía y Javier, una llama que los empujaba a hacer lo imposible por conseguirlo. Tras años de intentos fallidos, tratamientos carísimos y múltiples rondas de fertilización in vitro, asumieron que no podrían tener un hijo biológico.
La adopción parecía la solución, pero no era tan sencillo.
Javier, absorbido por su negocio en Barcelona, dejaba toda la gestión en manos de Lucía. Ella fue quien revisó listas interminables, llenó formularios y contactó agencias hasta que, entre tantos nombres, uno le llamó la atención: un niño de tres años con unos ojos azules como el cielo de Mallorca.
En un principio, querían un bebé, pero las posibilidades eran escasas. Así que abrieron su corazón a un niño mayor. Cuando Lucía vio la foto de ese pequeño, sintió algo inexplicable, como si ya lo conociera de toda la vida. Tras hablarlo con Javier, trajeron a Hugo a casa.
Era un niño adorable, dulce, que se adaptó rápido. En cuestión de semanas, ya llamaba “mamá” a Lucía. Todo parecía perfecto; por fin, su mayor deseo se había cumplido. La vida les sonreía.
Hasta que una noche, todo se derrumbó.
Javier se ofreció a bañar a Hugo. Lucía, emocionada por ver cómo asumía su rol de padre, accedió feliz. Pero al desvestir al niño y meterlo en la bañera, Javier palideció. “¡Hay que devolverlo!”, gritó.
Lucía se quedó helada. “¿Devolverlo? ¿Estás loco?”, balbuceó.
Javier, tenso, insistió: la paternidad lo abrumaba, no podía soportarlo. Pero Lucía sospechaba algo más. Esa noche, mientras velaba en la oscuridad, recordó un detalle: Hugo tenía una marca de nacimiento en el pie, igual que Javier.
Al amanecer, lo confrontó. “Dime la verdad”.
Javier, con la voz quebrada, confesó. Temía que Hugo fuera su hijo biológico.
Hace años, en una noche de copas en Madrid, tuvo un affair con una mujer. Fue una sola vez, un error que jamás mencionó, ni siquiera cuando Lucía sufría los peores momentos de la fertilización.
El dolor la atravesó. Perdonar la infidelidad era imposible; menos aún, la cobardía de querer abandonar a su propio hijo para ocultarlo.
Javier no desapareció por completo: enviaba regalos en los cumpleaños y visitas esporádicas. Pero Lucía supo que había tomado la decisión correcta. El día que él quiso renunciar a Hugo para proteger su secreto, dejó claro el hombre que realmente era.