Adiós, querido, no me olvides…

Víctor aparcó el coche cerca de una alta valla de metal. Antes era de madera, blanca y sencilla. Dudó un instante, por si se había equivocado de casa. No, era la segunda antes de la curva. Lo recordaba bien, porque lo había pensado muchas veces. Desde el coche ni siquiera se veía el tejado.

Miró de reojo los espejos, por si alguien se acercaba. Un hombre solo, en un vehículo en una calle desierta, llamaría demasiado la atención. “¿Qué hago aquí? ¿Para qué?”, se preguntaba una y otra vez. Cuanto más rato pasaba mirando la valla, menos ganas tenía de llamar.

De pronto, salió una chica con un labrador. En el primer momento, Víctor pensó que era Alicia. El mismo pelo castaño y rizado, la misma figura. No le dio tiempo a verle bien la cara. “No puede ser. Han pasado quince años. Ella debe de tener casi cuarenta, y esta chica no llega ni a los veinte. Los tratamientos de hoy hacen milagros. ¿O será su hija? Pero si no tenía ninguna hija entonces… ¿Seguirla y preguntarle? ¿Y qué le digo? Quedaría como un bicho raro: un tío de cuarenta persiguiendo a una veinteañera…”

Se reclinó en el asiento, encendió la radio y esperó. Veinte minutos después, la chica con el perro volvió a aparecer. Al acercarse, Víctor se dio cuenta de que no se parecía en nada a Alicia. Cuando faltaban unos cien metros, bajó del coche.

El labrador tiró de la correa, queriendo acercarse.

“Tranquilo, Rex”, dijo la chica, sujetándolo.

“Perdona. ¿Vivía aquí Alicia antes? O me habré equivocado de casa…”. Víctor se dio cuenta de que ni siquiera recordaba su apellido.

“Alicia es mi madre. ¿Y tú quién eres?”, preguntó la chica, mirándolo con curiosidad.

“He vuelto hace poco a la ciudad. No sabía que tenía una hija”. Víctor echó un vistazo al perro y prefirió quedarse donde estaba.

“¿Cuánto hace que no venías?”

“Quince años”.

“Entonces no puedes ser mi padre”, soltó ella, riéndose de su propio chiste. “En realidad, no soy su hija biológica. Mis padres llegarán pronto. ¿Quieres esperarlos?” Se acercó a una puerta estrecha al lado de la verja.

Víctor se encogió de hombros.

“¿Y no te da miedo? Un desconocido…”, empezó él.

La chica se puso seria.

“No, para nada. ¿Por qué crees que no hay nadie en casa? Rex no me dejaría en peligro, y además hay cámaras. ¿Vienes o no?”, preguntó, abriendo la puerta.

Víctor activó la alarma del coche y la siguió. Ella lo esperó, sosteniendo la puerta.

El jardín frente a la casa de dos plantas estaba cuidado, pero no perfecto. Los arbustos necesitaban un recorte, y el césped ya estaba algo largo. Un camino de losas grises llevaba desde la verja hasta la entrada.

La casa había cambiado mucho, pero era la misma. Quince años atrás, le había parecido enorme. Entonces vivía en una habitación minúscula en una residencia, después de pasar su infancia apretado con sus padres y su hermana en un piso pequeño. Por eso aquella casa le había impresionado tanto. Ahora él mismo vivía en una igual, incluso mayor.

Antes, el interior era mucho más sencillo. Ahora había muebles caros, de buen gusto, y una gran televisión en la pared. Una alfombra gruesa amortiguaba los pasos.

“Si quieres algo de beber, ahí está el bar”, dijo la chica, señalando hacia un rincón mientras subía las escaleras.

“Voy conduciendo”, recordó Víctor. “¿Cómo te llamas?”

“Martina. Te dejo un momento, voy a cambiarme”.

Víctor se quedó solo y miró alrededor. Ni una sola foto en las estanterías. Se sentó frente a una chimenea que antes no estaba allí, en un sillón cómodo, y se perdió en sus pensamientos…

***

“Venga, tío, acompáñame. Juana ha invitado a una amiga. ¿Qué hago yo solo ahí?”, insistió Rafa.

“Mañana tengo examen. Tengo que estudiar”, contestó Víctor, clavado en el libro.

“Unas horas no cambiarán nada. Total, no te da tiempo a estudiarlo todo. Mejor ir al examen con la cabeza fresca. Vamos, Víctor, porfa. Juana no puede tener una amiga fea”, insistió Rafa.

“Vale. Pero solo un rato”. Víctor cerró el libro.

“Eso es hablar. Eres un buen amigo. Ya verás, no te arrepentirás. Pero no me la copies, que Juana es mía”, advirtió Rafa.

Llegaron un poco tarde a la urbanización donde vivía Juana. En la casa sonaba música, y sobre la mesa del salón ya había una botella de vino, copas, un plato de embutidos y un bol de fruta.

“¿Por qué habéis tardado tanto?”, se quejó Juana. Era una chica de pelo negro azabache y rasgos llamativos.

“Hubo que convencer a Víctor. Mañana tenemos examen”, explicó Rafa, rodeándole la cintura y susurrándole algo al oído.

“Entonces no perdamos tiempo”, dijo Juana, cambiando el tono mientras los llevaba hacia la mesa. “Sirve, anda. ¡Alicia, dónde estás?”, gritó hacia las escaleras.

Al poco, bajó una chica de rostro dulce, con un vestido sencillo de flores. No estaba a la altura de Juana en belleza, pero a Víctor le atrajo al instante.

“Esta es mi amiga Alicia”, presentó Juana. Subió el volumen de la música y los jóvenes brindaron. Rafa y Juana se fueron a bailar.

“¿Bailamos?”, propuso Víctor, comiendo una uva.

“Vale. Pero tutéame, no hace falta tanta formalidad”, dijo ella, sonriendo.

Alicia bailaba bien. Con las manos en su cintura, Víctor la observaba. Ni rastro de maquillaje. De vez en cuando alzaba esos ojos azul oscuro, enmarcados por pestañas largas. Según la luz, parecían negros como el agua profunda o azules como el campo de trigo. Evitaba mirar sus labios carnosos.

La música cambió, pero siguieron bailando despacio.

“¿Dónde están Juana y Rafa?”, preguntó Alicia, deteniéndose.

La pareja había desaparecido. Se quedaron solos, sintiendo de pronto la incomodidad.

“Debería irme. Y mañana tienes examen”, dijo Alicia.

“Yo te acompaño”, se ofreció Víctor.

No hubo tiempo de hablar mucho hasta llegar a su casa.

“Espera”, Víctor la detuvo cuando ella ya empujaba la verja. “¿Nos vemos mañana?”

“Veremos”, contestó, soltándose y corriendo hacia la puerta.

“¿Eh…?”, quiso pedirle el número, pero Alicia ya había entrado.

Caminó hasta la residencia, pensando en ella. Quería mirarla a los ojos, abrazarla como al bailar.
Rafa, que compartía habitación con él, no volvió hasta el amanecer.

Rafa aprobó por los pelos, y Víctor sacó un sobresaliente. “Tuve suerte con el examen. Alicia me trajo buena suerte”, pensó.

“¿Y? ¿Aprovechaste? No está mal la chica. Hasta yo…”, empezó a farfullar Rafa de vuelta a la residencia.

“¿Qué has dicho?”, Víctor lo agarró del brazo, obligándolo a mirarlo.

Ante su expresión, Rafa se achicó. Era enclenque y más bajo, sin opción en una pelea. Sus ojos suplicaban.

“Tranquilo, era broma. Con Juana tengo bastante”, se justificCondujo de vuelta a casa, decidido a abrazar a su familia y dejar atrás los fantasmas del pasado, porque al fin y al cabo, la vida ya había escrito su propia historia.

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MagistrUm
Adiós, querido, no me olvides…