– Pues nada, ya se ha vuelto a marchar tu hermano – María Dolores colocaba apresurada los trozos de tarta de almendra sobre el mantel, las rosas de crema que decoraban los bordes se mezclaban entre sí –. ¿Quieres café o lo probamos con ese licor que guardo del último bodrio?
– Mamá, ¿y un licor a primera hora? – murmuró Lucía, aunque sus ojos brillaron un instante –. Aunque… un poquito podemos tomar, es un día especial.
– ¿Y cómo no iba a serlo? – exclamó María Dolores, desesperada –. ¡Hace medio año que no veo a mi pequeña!
Javier, sentado al lado de la ventana, entrecerró los ojos como si intentara desaparecer. Desde primera hora de la mañana, habían llegado juntos de Madrid a aquella localidad. Ella, para abrazar a su madre, verdaderamente extrañada, y él, cumpliendo con su deber conyugal. María Dolores les recibía con fervor, abrazos, besos y exageraciones.
– Mamá, he traído recuerdos – Lucía revolvió en su maleta.
– Calla, mujer, quiero mirarte, ¿cómo lleva tantos días sin comer? – se quejó de nuevo –. Javier, ¿la alimentas de verdades?
– Claro que sí – esbozó una sonrisa forzada –. Tres comidas al día, sin faltar.
– Anda, te crees gracioso – María Dolores lo señaló con el dedo –. Y tú, si no has adelgazado… Anda, saca eso del armario, que si el nieto viene, mejor que estén las tripas pesadas.
La madre se dirigió a la cocina, y Lucía, acercándose a su marido, susurró:
– Javier, no empieces ahora, por favor. Solo es una semana, aguanta.
– ¿Una semana? – Javier casi se atragantó –. Hablábamos de los fines de semana. Hoy sábado, mañana domingo, y ya, de vuelta.
– Por favor – le rogó, con lágrimas pugnando por salir.
– Mamá, también está el fin de semana en el lago – añadió una voz grave desde la puerta. Era Jesús, el padre biológico de Lucía, con rostro complaciente –. Javier, vamos a pescar.
Javier se ilusionó; por una parte, alejarse de María Dolores y por otra, divertirse con un hombre que, según oía Lucía, era más sensato que su madre.
– Anda, encantado – respondió con una sonrisa que no llegaba a los ojos.
– Pero ¿qué pescado? – preguntó María Dolores, que llevaba el licor en una bandeja –. ¿Qué van a hacer por ahí? ¡Ya deben de estar cansados de tanto viajar!
– El mejor descanso es cambiar de ambiente – Buddha Jesús –. Llevamos dos horas, y en dos más estaremos de vuelta. No es como si fuese a esquiar al Himalaya.
Javier nunca imaginó que llegaría a agradecer a Jesús. Sin embargo, aprendió que la felicidad puede ser efímera.
– No, hijo – replicó su suegra en tono tajante –. Primero sentémonos, tomamos el licor, hablo con mis nietos, y después pueden irse donde quieran.
Y así, allí estaban, rodeados de vástagos, con María Dolores repartiendo recuerdos de la infancia de Lucía, como si cada anécdota fuese cierta, aunque no siempre lo fuese.
– ¿Te acuerdas de cuando ganaste segundo lugar en el colegio? – preguntó, mientras vertía el licor en minúsculas copas.
– Mamá, sabes que fui primera – rectificó Lucía con paciencia.
– No, hija, el primero fue Rosa, porque su padre era el director – afirmó María Dolores con convicción, ignorando las miradas de desaprobación de Jesús.
Javier contaba hasta diez, como le habían enseñado. Pero las palabras de María Dolores seguían cayendo, una tras otra, como un torrente incontrolable.
– Y ¿sabes que hoy me pregunto por tus hijos? – La pregunta surgió de repente, como una acusación.
Javier apenas respiraba.
– Mamá, ya sabes… – contestó Lucía, ruborizada.
– Claro que sé – interrumpió –. En mi época también primero la calle, la humedad, la vida, y luego los hijos. Pero no veo resultados como antes.
– Las cosas buenas merecen esperar – intervenió Javier, con más convicción de la que sentía.
– A vosotros, los hombres, no os quita la edad – replicó María Dolores con desdén –. Pero a nosotras sí. Tienes que apresurarte, la naturaleza no espera.
– Lucía tiene veintisiete – intentó calmar las cosas –. Tenemos tiempo.
– Tiempo – repitió –. Tener tiempo no quiere decir nada. Yo, en la edad que tienes tú, Lucía tenía ya dos años.
Javier miró a Jesús, que ya se había escondido tras un periódico, aunque cubría menos de la mitad de la cara.
– Mira, Javier – finalmente, Jesús cerró la revista y se incorporó –. Hacemos una excursión, se lo dejamos a ellas.
– Claro – señaló María Dolores –. Que luego vengan con sus asuntos.
Saliendo al aire fresco, Javier notó una mirada apremiante de Lucía. Ella no podía, porque su madre era una tempestad que ni las palabras podían conjurar.
En la sombra de la noche, mientras María Dolores mostraba los cambios de amueblamiento – ahora un sofá más grande, un jarrón distinto –, Lucía parecía envejecida, con los hombros caídos. Javier se preguntó si él también sería así tras treinta años de matrimonio.
A la cena, cuando Lucía no podía más y el tono de la disputa se volvía más grave, Javier decidió intervenir:
– Mamá, Lucía y yo llevamos años intentando tener hijos. Visitamos médicos, tratamientos… No tenemos suerte.
Un silencio heló la sala.
– ¿Por qué no me lo dijiste? – preguntó María Dolores con voz trémula.
– Porque tú la presionabas – respondió Javier, con un nudo en la garganta –. Constantemente, ¿recuerdas? ¿Sientes soledad, miedo, ansiedad? Llevamos con esto dos años, y cada día más difícil. No era fácil decirte nada, pero he tomado la decisión de contarlo hoy.
María Dolores se encaminó a la cocina, con ojos llorosos. No preguntó más. Hizo el silencio de una forma imposiblemente tierna.
Al día siguiente, Lucía se despedía abrazando a su madre.
– Mamá – susurró –, no preguntes más. Cuando sea el momento, yo te lo contaré.
María Dolores asintió. Y por primera vez, le dio a Javier una brasa cargada de comprensión.
En el tren de vuelta, Lucía miró a través del cristal.
– Gracias, Javier.
– ¿Qué cosa?
– Por decírselo. Por ayudarme a desahogarme – sonrió débilmente –. Tal vez ella haya entendido.
Javier la abrazó con cuidado. Para él, tal vez, era el final del drama con una suegra. Y por primera vez, creía en milagros.