– Pues ya está, mi nieto ha vuelto otra vez – exclamó Antonia Pérez, acomodando con ansiedad los pasteles de almendra en el mantel de lunares blancos y rojos. ¿Desayunamos o probamos mi ponche casero?
– Mami, ¿a estas horas el ponche? – Lucia, su hija, negó con la cabeza, pero sus ojos parpadearon con curiosidad. – En fin, un trago pequeño, que es ocasión especial.
– ¿Especial? ¡Cómo si no fuera! – Antonia abrió los brazos con teatralidad. – Madre mía, ¡medio año sin verte!
Daniel, de pie junto a la ventana, hizo un gesto exasperado, aunque su suegra y esposa no lo notaron. Llevaban desde primera hora de la mañana viajando desde Madrid a aquella villa de Extremadura. Ella, por ver a su madre; él, por cumplir con la boda. Antonia los recibía como si fuesen blancos perdidos, con abrazos, besos y preguntas incesantes.
– Mami, te traje recuerdos – dijo Lucia, buscando entre la mochila.
– Luego, luego. Déjame mirarte – Antonia la sujetó por las mejillas. ¡Mi Daniel, ¿la estás alimentando? Es delgada como un junco!
Daniel esbozó una sonrisa tensa:
– Claro, tres veces al día, como se debe.
– ¡Listo! – Antonia lo señaló con el índice. – Y tú, ¿por qué no adelgazas?
– Porque no soy tu hija – replicó con ironía.
– ¡Eres mi yerno! – Antonia se dirigió a la cocina repetidamente.
Lucia se acercó a él y susurró:
– Daniel, por lo menos ahora no te atosiga. Sólo una semana.
– Una semana. ¿Una semana? – Daniel se atragantó. – Habíamos acordado los fines de semana. Hoy es viernes, mañana domingo y luego, a casa.
– Mami, ¿dónde estás? – llamó Antonia.
– Voy – respondió Daniel con malhumor.
– Ya está, ya está… – Lucia lo agarró del brazo.
– Oye, ¿qué planes tienes? – Antonia reapareció con un recipiente de cristal lleno de zumo de arándanos. – Llevas dos días sin dormir, ¿no?
– No es eso – Daniel lanzó una mirada a Lucia. – Mami, el bicho ha muerto.
– ¡Claro que no! – Antonia lo interrumpió. – Hijo, te invito a pescar. Hay que matar la melancolía.
– Estupendo – Daniel estrechó las manos con falso entusiasmo.
– Oye, ¿y el ponche? – Antonia sacó las copas de la alacena.
– La mejor manera de relajarse es cambiar de actividad – repuso el suegro, don José, desde la puerta. – Vamos, oficial.
Daniel se sintió liberado. No solo de la presión de Antonia, sino también del embarazo de Lucia con su madre, que era todo menos sutil.
– Aunque… – Antonia se interpuso con el recipiente. – Primero, un trago. ¿O no?
– Mami, verás – don José torció el gesto. – Luego hacemos una parada breve.
– A ver, ¿quién comanda la situación aquí? – Antonia los observó con el ceño fruncido.
El almuerzo se convirtió en una tortura de recuerdos. Antonia, con cada recuerdo, volvía a plantear la vida de Lucia: desde el festival escolar hasta la falda que le había confeccionado con tela de flores. Daniel, mientras, bebía el ponche, cálido y dulzón, intentando disimular el enfado creciente.
– Y dime – Antonia cambió bruscamente de tema. – ¿Cuándo me vas a dar nietos?
– Mami… – Lucia se sonrojó. – Primero queremos estabilizarnos. Cambiar de piso, acondicionar…
– En el pasado también se priorizaba lo material – cortó Antonia. – Pero no hay prisa, ¿eh?
– Las cosas buenas se cosechan con tiempo – dijo Daniel, aliviado de romper el silencio.
– Al hombre le toca criar hasta los 90 – Antonia lo miró con desaprobación. – Pero a la mujer le llega el vencimiento.
– Lucia tiene 27 años – replicó.
– ¿27? ¡Yo ya era mamá cuando tenía 28! – Antonia se alteró.
Don José, al darse cuenta de la tensión, adoptó un tono grave:
– Y ya habrán suficiente cuando sea hora. Vamos, oficial. Que el río nos espera.
Antonia asintió, aunque su mirada desconfiada fue evidente.
La escapada al río ofreció un breve respiro. Don José, al desconectar, reveló su amabilidad y sabiduría. A Daniel le sorprendió el alivio de hablar con su suegro sin filtros.
– ¿Y por qué no vienen a Madrid con nosotros? – preguntó.
– ¿Para qué? – don José se encogió de hombros. – Yo tengo mi vida aquí. El jardín, los vecinos. Mientras Antonia… pues es como es.
– ¿Confiar en el tiempo?
– Hay cosas que se equilibran, lo único es no precipitarse.
De regreso, Antonia los recibió con enojo:
– Me deja sola… – protestó.
Lucia avanzó con lágrimas en los ojos:
– Mami, no fue nuestra intención.
– Hermana, pero si es para que se relaje.
– ¿Relajar? – Antonia señaló el suelo. – ¿Crees que me siento así tranquilamente? ¡A veces, hasta te deseo que te vayas!
La noche los envolvió con frío latente. Lucia y Daniel, en la pequeña habitación del segundo piso, compartieron un abrazo sin palabras.
– Perdóname – susurró ella.
– No hay por qué. – Daniel la abrazó. – Mañana, iremos a pasear. Le diremos que se quede.
Amaneció bajo una tormenta de preguntas. Antonia, con maquillaje apagado, flamante bata negra, puso su habitual discurso:
– ¿Tú sabes que en el pueblo los niños nacen sanos? – preguntó con voz siseante.
Daniel, exhausto de la riada de críticas, soltó:
– A veces, queremos más que tener hijos: queremos tiempo para ser una pareja.
– ¡Una pareja! – Antonia se levantó de la silla. – ¿Y los abuelos, acaso existimos en vano?
Lucia, al oír esto, se tapó la cara con las manos. Su madre, sin embargo, se quedó inmóvil.
Daniel, sin permisos, habló:
– Hemos visitado a doctores. No hay resultados.
Por primera vez, Antonia titubeó. Don José, con semblante serio, puso una mano sobre su hombro:
– Lo entiendo. Déjalos. No todo se puede resolver a golpes de preguntas.
Antonia asintió, aunque las lágrimas no le abandonaron los ojos.
A la mañana siguiente, Lucia y su madre se encontraron en la cocina, hablando como si fuese la primera vez.
– Perdóname, hija – murmuró Antonia. – No sabía.
– No importa – Lucia le secó la frente con los dedos. – No hables más de eso.
Despedirse fue un abrazo cálido. Por primera vez, Antonia le dijo a Daniel:
– Cuídela, oficial.
Lucia lo tomó de la mano.
– Gracias – susurró.
El tren los llevó a Madrid, a su vida cotidiana, a su proyecto aún en pausa. Pero el cambio ya estaba allí. Entre ellos, había un entendimiento nuevo.
Y años después, cuando Lucia llamó a su madre con un llanto alegre, Antonia se sintió la más feliz abuela.
Aunque, como siempre, no tardó en preguntar:
– Entonces, ¿cuándo vienen al pueblo?
Y Daniel, con una sonrisa, respondió:
– Lo coordinamos, mami.
El tren seguía su camino, y con él, una historia que apenas comenzaba.
Adiós, querida suegra
