Adiós, querida suegra

– Pues ¿qué, que tu suegro ha vuelto a marcharse? – Valentina García acomodaba apresurada pasteles empolvados de canela sobre la mesa, sus decoraciones doradas relucían bajo la luz de la lámpara. – ¿Tomamos café o probamos mi licor casero?

– Mamá, ¿a primera hora de la mañana? – Lucía negó con la cabeza, aunque sus ojos centellearon con curiosidad. – Aunque… un sorbo sí, que es un día especial.

– ¡Cómo si no lo fuera! – Valentina se entusiasmó. – ¡Ha pasado medio año desde que no veo a mi hija!

Carlos, apoyado en el ventanal, frunció el ceño, aunque Valentina y Lucía no se fijaron. Desde primera hora habían salido, ella desde Madrid camino a Villanova del Monte, el pueblo donde creció, él por obligación marital. Valentina los recibía como si fueran hijos pródigos, con abrazos, besos, exclamaciones…

– Mamá, trajimos recuerdos – Lucía revolvió la bolsa.

– ¡Deja los recuerdos, déjame mirarte bien! ¡Carlos, ¿no te alimentas?! Tu esposa parece un junco.

Carlos captó el gesto de abatimiento de Lucía y forzó una sonrisa:

– Obviamente la alimento, Lucía, tres veces al día, igual que debe ser.

– Donante de sangre – Valentina señaló el aire hacia él –. Anda, trae, si a mi yerno le hace falta… ¿pero tú, muy bien te comes, ¿eh?

La suegra volvió a la cocina, y Lucía se acercó a Carlos y susurró:

– Carlos, ni se te ocurra empezar, aguanta una semana, por favor…

– ¿Una semana? – Carlos se atragantó. – Habíamos dicho tan solo el fin de semana, ¿no? Hoy sábado, mañana domingo y ya está.

– Carlos… – Lucía le apretó la mano –. Mamá ha estado tanto tiempo esperando, ha preparado tantas cosas…

El suspiro de Carlos fue audible. Sabía que discutir sería inútil. Aunque Lucía solía ser柔性, junto a su madre absorbía todo el carácter firme de Valentina.

– Lucía, ¿vas a dejar que el suegro de tu marido planeé algo sin consultarte? – preguntó Antonio Ruiz, el padrastro, al aparecer en el umbral. – Carlos, ven, saldremos de pesca.

Carlos se alegro de inmediato, no solo por escapar de la compañía de Valentina, sino por la perspectiva de compartir tiempo con Antonio, quien era más directo y accesible que Valentina.

– Con mucho gusto – respondió, frotándose las manos.

– ¡Pero cómo va a ser pescar! – Valentina regresó con una botella de licor y copas de cristal. – Tenéis que descansar del viaje.

– Mamá, el mejor descanso es un cambio de actividades – replicó Antonio, impasible. – Sólo será un par de horas. Lucía te ayudará, y hoy almorzaremos como el ejército.

Carlos nunca imaginó agradecer tanto a su cuñado. Pero descubrió que su alegría era efímera.

– No, no – Valentina ya sirría las copas y lo observaba con expectación –, nos sentaremos, tomaremos un traguito y ya podréis hacer lo que os plazca, hasta ir al Polo Norte.

– Bueno, mamá, mando yo aquí – Antonio se rindió, guiñando un ojo a Carlos. – Pero más tarde, prometo no quedarme con vosotras.

Así que se sentaron en una mesa redonda tapizada con un mantel blanco, desgastado pero impecable. Carlos forzaba una sonrisa, pero cada minuto lo desgastaba más.

– Recuerdas, mi niña, cuando en quinto aprendiste aquel poema – Valentina ya rememoraba el pasado.

– Sí, mamá – Lucía sonrió –. Gané incluso el primer puesto…

– ¡El primero no, el segundo! – la corrigió Valentina –. El primero se lo llevó esa tartamuda de Pilar Rojas, cuya madre es amiga de la directora escolar.

«Vamos allá», pensó Carlos, bebiendo un sorbo de licor, al que se había acostumbrado al sabor misteriosamente dulce. Mentalmente contó hasta diez, como le había sugerido un psicólogo amigo, cuando discutían con Valentina.

Valentina continuó con otro recuerdo:

– Y cuando estabas en la universidad, ¿recuerdas aquel vestido que hice…, este azul con pliegues encantadores?

– Sí, mamá – Lucía asintió –. Y también recuerdo la blusa blanca con bordados.

– Con blanca no, con gris plomo – le corrigió Valentina –. ¿Cómo has podido olvidar tantas cosas? Eso es porque vives en Madrid, todo lo importante lo olvidas.

Carlos contó hasta veinte mentalmente. Casi no le ayudó. Notó que Antonio sostenía un periódico, tapándose la cara como si estuviera muy entretenido, aunque el papel estaba al revés.

– ¿Y cuándo vais a regalarme nietas o nietos? – preguntó de repente Valentina, y Carlos casi se atragantó.

– Mamá, ya hemos hablado – Lucía se ruborizó –. Primero queremos estabilizarnos, buscar una casa más grande…

– ¡Yo también tenía prioridades! – Valentina interrumpió, con tono irónico –. ¿Y qué gané? Nada. Nadie me dio nietas.

– Las buenas cosas se esperan – intervino Carlos, sin saber por qué lo hacía.

Valentina lo miró con crítica:

– A los hombres no les falta nada. ¿Creen que pueden esperar hasta los 60 para ser padres? Pero a las mujeres la naturaleza nos da plazos.

– A Lucía le quedan 27 años – replicó Carlos con calma –. Nos queda tiempo.

– ¿Tiempo? – Valentina se exasperó –. ¡Yo era madre cuando tenía 28 años! Lucía tenía apenas 3.

Carlos preparó una retahíla de razones sobre cómo habían cambiado los tiempos, pero Antonio de repente dobló el periódico con estrépito y se levantó:

– Bueno, sobrino, ¿vamos a tomar un poco de aire fresco? Dejad que hablen ellas de esas cosas…

– Allá van – Valentina asintió –. Id, id, que hoy vamos a tener una conversación seria.

Al salir, Carlos notó la mirada suplicante de Lucía, y aunque le dolió saberse su única pelea inútil, dio los hombros. Su suegra era una tormenta que no sabía cómo parar.

El aire en el pueblo era fresco y limpio. Carlos inhaló con deleite.

– No le das tanta importancia – sugirió Antonio, cuando estaban alejados. – Ella trastorna a todo el mundo, no solo a ti.

– Tengo algo de tiempo – sonrió Carlos –. ¿Y cómo lo soportas tú?

– No lo soporto – encogió los hombros –. Salgo a la cuadra, salgo de pesca, ando por el bosque… Azúl lo que tiene que hacer, yo lo mío.

Tres décadas de matrimonio, eso fue lo que le reveló su cuñado. Carlos se detuvo, atónito.

– ¿Y cómo…?

– Es la vida – filosofó Antonio –. Aunque yo confío en ella cuando cocina y el hogar está limpio.

De vuelta al mediodía, Antonio trajo unos diminutos siluros, una captura modesta que Valentina criticó inmediatamente:

– ¿Esto? – examinó la рыба con una mueca de desaprobación –. Ni siquiera servirá para sopa. ¿Qué se suponía que era, un regalo para el gato?

– Suficiente para freír – Antonio no se alteró –. ¿Cuánto necesitamos?

Carlos notó el cambio en Lucía. Apenas se enderezaba, sus hombros se habían caído y todo en ella demostraba resignación. «¿Estaré así a los 30 años?», se preguntó con angustia.

Por la tarde, Valentina les mostró la remodelación del hogar: muebles reubicados, nuevas cortinas, maceteros con flores. Lo contó como si fuera un logro monumental.

– Mira, mi niña, ahora el aparador está aquí, el televisor allá. ¡Es mucho más práctico, no? ¡Modernísimo!

Lucía asintía, mientras Carlos miraba por la ventana, donde Antonio ya trabajaba en el cobertizo, como si fuera otro refugio temporal de Valentina.

Por la noche, Valentina organizó otra comida, más abundante que la anterior. En la mesa aparecieron pepinos en vinagre, tomates, champiñones, sardinas bajo el sombrero, y por supuesto, el cocido madrileño, el plato insignia de Valentina.

– Carlos, ¿por qué no comes? – le acercó una porción. – En Madrid, ¿todo es comida rápida y comida congelada?

– No, no, Valentina – intentó sonreír –. Lucía cocina muy bien.

– Por supuesto, criada como yo – dijo con orgullo. – Aunque no sé cómo consigue, porque siempre está trabajando…

Era otro tema sensible. A Valentina no le gustaba que su hija dedicara tanto tiempo al trabajo. En realidad, Lucía era diseñadora en una empresa pequeña y lograba equilibrar bien ambas responsabilidades. Pero para Valentina, cualquier defensa de su testimonio era inaceptable.

– Tiene horario flexible – Carlos intentó explicar.

– Horario flexible es una excusa para perezosos – Valentina lo cortó –. En mi época trabajábamos de 8 a 5 y sin embargo teníamos tiempo para preparar la cena y recoger a los niños de la escuela.

Carlos notó la mirada de súplica de Lucía y prefirió mantenerse callado. Comprendía ahora la filosofía de Antonio: a veces, la mejor estrategia era callar.

Al anochecer, en la habitación estrecha, apenas hicieron contacto. Lucía susurró:

– Perdóname, no sabía que sería tan difícil.

– No te preocupes – Carlos la abrazó –. Antonio nos prometió llevarnos al embalse mañana, dice que allí pesca bien.

– Si mamá nos deja salir – Lucía suspiró.

– Entonces no preguntaremos. Simplemente saldremos antes.

Su plan casi funcionó. Ya estaban apunto de salir cuando Valentina irrumpió con un vestido de flores:

– ¿Adónde iban a irse tan pronto?

– A pescar – Antonio respondió con tranquilidad.

– ¿Y quién se queda conmigo? Mi hija apenas ha llegado y ya quiere escaparse…

– No es escaparnos – Lucía bajó la mirada –. Sólo será un momento…

– ¡Un momento! – Valentina gruñó –. Luego estaréis todo el día fuera. No, Lucía se queda conmigo, tenemos un tema importante que tratar. Vaya, si quieren, los hombres pueden irse.

Carlos miró a Lucía y ésta asintió con un ligero movimiento de cabeza. Que se fuera. Sacudió la conciencia por un instante, cuando Antonio ya lo jalaba del codo.

El día al embalse pasó rápidamente. Pescaron más, y más grande, que antes. Antonio era un conversador pragmático, con anécdotas sencillas, bromas sueltas y un don para entender los silencios. Carlos incluso se sintió culpable por no haber intercambiado más con su suegro durante tanto tiempo.

– ¿Por qué no vienen a vivir a Madrid con nosotros? – preguntó Carlos, mientras ya se preparaban para regresar.

– ¿Y para qué? – Antonio se extrañó –. Aquí me siento cómodo. Cobro un sueldo, cuido de un catastro, y pesco. Tengo mis necesidades, y mis comodidades.

Carlos negó con la cabeza, tan desconcertado como lo había estado desde que empezó este viaje.

Al regresar, encontraron a Lucía sentada en el sofá con lágrimas frescas y a Valentina murmurando desde la cocina.

– ¿Qué pasó? – Carlos corrió a su lado.

– Nada – Lucía se secó los ojos –. Mamá… como siempre…

– ¿De nuevo por los niños? – preguntó, aunque ya lo sabía.

Lucía asintió.

– ¿Y si nos vamos mañana antes del amanecer? Digo, finge que algo urgente te llamó trabajo…

– No – Lucía negó con la cabeza –. Entonces se enfadará y lo recordará toda la vida.

Carlos suspiró. Sabía que Lucía tenía razón.

Esa misma noche, algo sucedió que todo cambió.

Estaban cenando, y Valentina volvía a criticar todo: la juventud actual, el gobierno, los vecinos, y claro, su hija y su yerno. Carlos ya contaba mentalmente hasta cien, pero no le sirvió de mucho.

– Pilar Rojas, por ejemplo – Valentina mencionó –. Su hija ya tiene dos críos, y ni siquiera se queja por la falta de espacio o tiempo.

– Mamá – Lucía respondió con desgaste –. No me quejo.

– No te quejas – Valentina se burló –. Solo tienes siempre excusas: el trabajo, la casa, otra cosa. Pero en realidad, es que no queréis hijos, so egoístas.

– Valentina – Carlos sintió que su paciencia se agotaba –. Lucía y yo llevamos dos años intentando tener un hijo. Estamos yendo a médicos, somos examinados, tenemos procedimientos que… no conseguimos, ¿entiendes? No conseguimos.

El silencio ballotilleó en la habitación. Valentina se quedó con la boca abierta. Antonio dejó de comer y Lucía cubrió su cara con las manos.

– ¿Por qué… por qué no me lo dijiste? – Valentina se volvió hacia su hija, la voz se amansó como niebla.

– ¡Porque¡ me presionas! – Carlos no lo podía más –. Te quejas de que tienes que recoger cada vez que salimos con niños. ¿Sabes cómo se siente ella cada vez que una intenta fracasa? ¡Y tú alimentas más la tensión!

– Lucía… – Lucía intentó detenerlo, pero él ya no podía contenerse.

– ¡No, que lo sepa! Que sepa que lloras después de cada conversación con ella. Que la situación se complica por el estrés. Los médicos dicen que relajémonos, pero ¿cómo relajamos algo que constantemente nos recuerdan?!

El silencio era denso. Valentina se sentó pesadamente, con el rostro desgastado.

– Yo… no sabía – susurró. – Lucía, ¿por qué no me lo dijiste?

– Porque no quería que te sintieras mal, mamá – Lucía lloró –. Pensaba que quizá se arreglaría…

– Se arreglará – Antonio se acercó y le puso una mano en el hombro –. Estoy seguro.

– ¡Basta! – Antonio le puso una mano en el hombro –. Déjalas. Ya sabrás lo que tienen que hacer.

A la sorpresa de Carlos, Valentina no discutió. Asintió y murmuró algo como “voy a preparar el té” antes de meterse a la cocina.

El resto de la noche transcurrió en silencio. Valentina no hizo preguntas ni críticas. Fue callada, pensativa.

La mañana siguiente, al despertarse, Carlos no encontró a Lucía. Se vistió rápidamente y se dirigió al pasillo, donde escuchó susurros en la cocina. Allí, su esposa y su suegra conversaban.

– Perdóname, hija – escuchó Carlos la voz de Valentina –. No sabía…

– Todo está bien, mamá – Lucía le acarició la mano –. Por favor, ya no me preguntes más. Cuando haya algo que decir, yo te lo diré.

Valentina asintió. Carlos notó lágrimas en sus ojos.

Los días restantes se deslizaron inesperadamente calmados. Valentina no les dio la presión, no preguntó, y parecía incluso ser más delicada. Seguía con sus quehaceres, persistiendo en feedsar de más, pero en su voz había matices nuevos: más suaves, más tiernos.

Cuando llegó la hora de regresar a Madrid, Valentina lo abrazó. Fue la primera vez que lo hizo en años.

– Adiós, querida suegra – Carlos comentó entre risas.

– No, adiós, yerno – Valentina sonrió –. Tú… cuídala, ¿vale?

– Lo haré – respondió Carlos con seriedad.

En el tren, Lucía permaneció callada, mirando por la ventana. Finalmente se volvió hacia él:

– Gracias – susurró.

– ¿Por qué? – se extrañó.

– Por decirle la verdad. Creo que finalmente la entendió.

Carlos abrazó a su esposa:

– Sabes, casi llegué a odiar a tu madre. Pero ahora creo que simplemente no sabía cómo mostrar su amor y preocupación de otra manera.

Lucía asintió:

– Es lo que es. No perfecta, pero es… mi madre.

– Y la mía – Carlos sonrió –. ¿Y qué me dices? ¿Creías que de verdad se había convertido?

– Sí – Lucía confirmó –. ¿Sabes qué me dijo esta mañana? “Ya comprendí que ser madre no es solo enseñar y mandar, sino también dejar ir, cuando el momento llega”.

Carlos silbó:

– ¿Tan filosófico fue el diálogo?

– No solo – Lucía sonrió –. También me dijo que si todo sale bien, no vendrá más sin invitación y ni se quedará más de tres días.

– ¡Bueno, ya me convencí de milagros! – se rió Carlos.

El tren llevaba raudamente hacia Madrid, hacia sus vidas, sus problemas, sus esperanzas. Pero algo había cambiado. Algo se relajaba. Carlos sintió que, al fin, podrían dejar de preocuparse tanto. Quizás todo se acomodaría.

Y seis meses después, Lucía llamó a mamá y susurró en el teléfono:

– Mamá… parece que tendrás un nieto.

Aunque Valentina lloró de alegría y se puso a preguntar como loca, ahora eran preguntas distintas, lágrimas distintas.

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MagistrUm
Adiós, querida suegra