María del Carmen se despertó con los suaves rayos del sol de junio acariciando su rostro. La mañana era sorprendentemente tranquila. Nada de llantos infantiles, ni llamadas pidiendo «¿puedes cuidar de Luisito hasta la noche, por favor?». Se desperezó con placer, miró al techo y, por primera vez en mucho tiempo, sintió que no tenía prisa, que no debía complacer a nadie ni dar explicaciones.
Se levantó, fue a la cocina, llenó la cafetera con café molido y encendió el fuego. Olía a libertad. Al lado, sobre la silla, había un cuaderno, ese mismo en el que, hacía una década, apuntaba ideas para relatos. María soñaba con ser escritora, pero siempre lo posponía: primero el trabajo en el colegio, luego el matrimonio, el nacimiento de Lucía, el divorcio, las deudas, las responsabilidades… y ahora, el nieto.
El pequeño Luisito llegó a su vida tan repentinamente como la adultez de Lucía. Su hija, todavía una estudiante despreocupada, la llamó un día y, con voz temblorosa, dijo:
—Mamá, estoy embarazada. Juan y yo hemos decidido quedarnos con el bebé.
María no respondió. Solo se sentó en la silla, apretó el teléfono con fuerza y murmuró:
—Entiendo.
Desde entonces, todo fue un torbellino. Lucía y su novio Juan siguieron estudiando, y el niño se quedó con ella. Pañales sin fin, purés, noches en vela. Los jóvenes padres lo justificaban con facilidad:
—Mamá, tú siempre decías que querías nietos. Pues aquí tienes a uno para cuidar.
María aguantó. No se quejó. Pero día tras día, sentía cómo su propia vida se escapaba entre sus dedos. Ya no despertaba pensando en paseos o en leer, sino en el horario de Luisito.
Y hoy, por fin, tomó una decisión. Basta.
Mientras tanto, al otro lado de Madrid, Lucía se apresuraba. Ojeras moradas, el pequeño Luisito lloriqueando en su hombro, una mano con la mochila del niño y la otra con el portátil. Juan, junto a la ventana, escribía al profesor para pedir una tutoría antes del examen.
—Lucía, ¿llegarás a dejarle con tu madre? —preguntó él, abrochándose la chaqueta.
—Sí, llegaré… —masculló ella entre dientes—. Todo recae siempre sobre mí. Tú actúas como si no fueras su padre.
Salió del piso, abrochándose la chaqueta sobre la marcha. El niño berreaba. En el autobús, montó un escándalo. En la cabeza de Lucía resonaba una única idea: «Date prisa, date prisa, espero que mamá esté en casa…».
Llamaron a la puerta familiar. Silencio al principio, luego pasos. La puerta se abrió. Allí estaba María, serena, con una taza de café en la mano, el pelo recogido en un moño desaliñado. Pero en sus ojos había algo que Lucía no veía desde hacía tiempo: firmeza.
—Hola, mamá. Solo será unas horas. Mañana terminamos los exámenes y no te molestaremos más, te lo prometo —dijo Lucía, intentando suavizar la situación.
María respiró hondo, tomó un sorbo de café y respondió:
—No.
—¿Qué? —preguntó Lucía, frunciendo el ceño.
—No me quedaré con Luisito hoy. Ni mañana. Estoy cansada. No puedo más. Y, sobre todo, ya no quiero ser lo que ustedes han hecho de mí: una niñera gratuita sin derecho a elegir.
Juan intentó intervenir:
—Doña María, pero comprenda, estamos estudiando, no tenemos tiempo…
—¿Y yo sí? —la voz de María sonó fría como el hielo—. También soy persona. Tengo sueños. Quiero escribir. Quiero… vivir. No tengo ochenta años, aún soy joven, y no pienso enterrarme en vida bajo sus obligaciones.
—¿Así que así es? —sonrió amargamente Lucía—. Entonces, te molestamos.
—Ustedes son mi familia. Pero la familia es respeto. No es que me llamen por la noche y me impongan que al día siguiente debo dejarlo todo otra vez. No es que decidan a mis espaldas que «total, estás en casa sin hacer nada».
Un silencio incómodo llenó el aire. Luisito se calmó. Lucía y Juan se quedaron sin palabras. Finalmente, Lucía dijo con frialdad:
—Vale. Nos vamos. Pero, mamá, cuando necesites ayuda, recuerda este día.
—Lo haré —asintió María—. Pero cuando pida ayuda, no les daré un ultimátum.
Se fueron en silencio, sin slamar la puerta. María regresó a la cocina, se sentó y abrió el cuaderno.
Su mano temblaba, no por miedo, sino porque, por primera vez en años, había hecho algo solo por ella. Comenzó a escribir. Con cada palabra, su respiración se aligeraba y el mundo parecía ampliarse.
Aquel día, María volvió a sentirse dueña de su vida. Y esa sensación no tenía precio.
**Moraleja:** Aprender a decir “no” no es egoísmo, es respeto por uno mismo. Quienes te quieren de verdad entenderán que también mereces tu libertad.