**Encender a la chica**
¿No has pensado, Anita, que cuando todo es complicado, hay que buscar soluciones sencillas? Las más simples, a las que nosotras, las mujeres, a veces no llegamos porque lo vemos como debilidad.
¿Qué soluciones sencillas? suspiró Anita. ¿Pedirle ayuda a mi exmarido? O me ignorará o me soltará un sermón sobre mi incompetencia.
Exactamente de eso hablo. Pero no como tú sueles hacerlo, con aire de jefa dando órdenes. Para nosotras, fuertes e independientes, pedir ayuda y eso de «encender a la chica débil» no tiene valor. Lo vemos humillante. Y no entendemos lo principal: los hombres, en realidad, necesitan precisamente eso.
Anita soltó un bufido escéptico. ¿Javier necesitaba sus peticiones? Venga ya. Doña Carmen no le conocía bien. Si algo necesitaba él, era que le dejaran en paz. Él llevaba el dinero a casa cumplía con su principal, y en su opinión, única obligación.
***
Ahora, tres años después del divorcio, Ana veía su relación con otros ojos. Todos los problemas habían estado ahí desde el principio, solo que nadie quiso verlos.
Se conocieron en una fiesta entre amigos: Ana, el alma de la fiesta, con chispa en la mirada; Javier, apuesto, con una sonrisa encantadora, recién ascendido en el trabajo. Él vio en ella una compañera hermosa e inteligente; ella, en él, un apoyo seguro. La boda fue de esas de las que dicen «un sueño hecho realidad».
Pero el sueño pronto se convirtió en rutina y en la incapacidad de hablar de los conflictos.
Ana había crecido en una familia donde el amor se medía por las tareas cumplidas. Su madre, sola tras la marcha de su padre, lo cargaba todo: el trabajo, la casa, la crianza. Su lema era: «Confía solo en ti misma. Los hombres van y vienen, pero tu independencia es tu fortaleza». Ana construyó esa fortaleza desde joven: cocinaba, arreglaba enchufes, eligió su carrera sola. Creció con un anhelo oculto: encontrar a alguien en quien, por fin, pudiera apoyarse. Soñaba con una relación donde poder ser frágil, sin miedo a que lo usaran en su contra. Su expectativa del matrimonio era simple y compleja a la vez: seguridad. No económica eso ya lo tenía cubierto , sino emocional. Poder quitarse, al fin, la armadura de «chica fuerte».
Javier creció en una familia patriarcal clásica. El padre, proveedor, su palabra era ley. La madre, guardiana del hogar, ministra de las tareas domésticas, las emociones y la crianza. Los problemas se resolvían así: la madre informaba, el padre ponía dinero o usaba sus contactos. Nunca se sentaban a negociar. Javier aprendió un único modelo: el hombre trae el dinero y el estatus; lo demás no es su responsabilidad. En el matrimonio buscaba comodidad: casa limpia, comida hecha, una esposa guapa esperándole, y los problemas resueltos en segundo plano, sin molestarle.
Nunca lo hablaron. Desde el primer día, Javier reconoció en Ana a esa chica fuerte y autosuficiente que no le agobiaría con tonterías. Ella vio en él a ese hombre fiable que sería su apoyo. Hablaban idiomas distintos sin saberlo. Hablaban del país para la luna de miel, de nombres para los hijos, del estilo de la reforma. Pero jamás se preguntaron: «¿Cómo resolveremos los problemas cuando lleguen?» o «¿Cómo repartiremos las tareas?».
Nadie quiso estropear el romanticismo. Ana temió parecer débil o exigente si hablaba de sus expectativas. Javier daba por sentado que todo sería como en su familia. Navegaban el uno hacia el otro, seguros de ver la misma orilla. Pero en realidad veían continentes distintos.
Cuando nació Pablo, Ana, siguiendo el ejemplo de su madre, lo cargó todo: teletrabajo, noches en vela, médicos, actividades. Javier existía en paralelo. Se hundía en el trabajo, y en casa descansaba sofá, televisión. Su participación familiar se limitaba a «¿Qué hay para cenar?» y algún juego con Pablo, siempre que estuviera contento y limpio.
Pablo tenía nueve meses cuando le subió la fiebre por primera vez a 39. Ana, en pánico, despertó a Javier a las tres de la madrugada: «Javi, ayúdame, no sé qué hacer. ¿Llamo a urgencias?». Él, sin abrir los ojos, murmuró: «Eres su madre, resuélvelo tú. No me molestes, mañana tengo reunión importante». Esa noche, Ana la recordaría muchas veces: cómo meció a Pablo sola, llorando de impotencia.
Luego vinieron más cosas. Lo de siempre. Javier ponía sus necesidades primero; Ana llevaba la contabilidad de los resentimientos. Una vez, Javier no fue al festival del cole. Pablo, con tres años, había aprendido su primer poema. Ana le pidió a Javier que reservara la mañana. «Claro, cariño», dijo él. Esa mañana, mientras le ataba la pajarita a Pablo, sonó el teléfono. «Ana, lo siento, un cliente urgente. Ya sabes, sin mí no se puede. Grábalo y lo veo luego». El «luego» nunca llegó. Para Javier era un imprevisto laboral. Para Ana, otro clavo en el ataúd de su matrimonio.
En invierno, Ana, con gripe y 38 de fiebre, le pidió a Javier que trajera algo de comida: leche, pan, medicinas. Él aceptó. Llegó a casa a las nueve con una bolsa: una botella de whisky caro y una caja de bombones para la secretaria, que cumplía años. «Lo de la comida se me olvidó, perdona. Tú verás». Esa noche, mirando el whisky y con escalofríos, Ana entendió: no estaba solo cansada, se estaba muriendo en un vacío emocional.
Ana se fue de golpe. Con una calma helada que escondía años de agotamiento. Una vez, mientras Javier estaba de viaje, hizo las maletas y se marchó. El mensaje fue breve: «Basta. Cansada de cargar con todo sola. Pablo y yo viviremos aparte».
Para Javier fue un golpe bajo. No entendía por qué. ¡Él mantenía a la familia! ¿Qué más quería? Su resentimiento era tan grande como el cansancio de ella.
***
Al principio, Ana se fue a casa de su madre. Luego encontró un segundo trabajo, alquiló un pisito. Apuntó al gimnasio para liberar estrés. Poco a poco, la vida mejoró, volvió a sentirse viva. Pero había un problema que ni la fuerza de voluntad ni los hobbies resolvían: la falta crónica de dinero. Mantener a un niño, incluso con la pensión, era caro.
Un día, tomando un latte con una compañera, Ana soltó su rollo de siempre: «Todo sola, el dinero justo, con Pablo todo cae sobre mí». Su sabia compañera, ya con nietos, le dio un consejo:
Ana, eres muy fuerte. Pero hasta un atleta necesita red. Deja de cargar tú con todo. No siempre hay que buscar soluciones complicadas. Busca las simples. Aprende a delegar. ¿Sabes eso de «encender a la chica»?
A veces no hay que exigir, sino pedir bien, para que la otra persona *quiera* ayudar.
¿En serio? ¿Javier necesita que me queje y llore?
No quejarte, sino mostrar que no puedes sola. Para ellos, ese estado «de chica», vulnerable, no es debilidad. Es importante. Les da lo que necesitan: sentirse masculinos, poderosos, útiles. Y eso, en cadena, aumenta su seguridad. Le das la oportunidad de ser Héroe. Hasta en las pequeñeces.
Suena bonito, pero no me lo creo negó Ana. Javier dirá que manipulo.
Pasa igual cuando esperamos que un hombre nos admire continuó Doña Carmen. Los que, como Javier, lo ven como manipulación, se







