Activar a la chica

¿No has pensado, Anita, que cuando todo es complicado, hay que buscar soluciones sencillas? Las más simples, a las que nosotras, las mujeres, muchas veces no llegamos porque lo consideramos una debilidad.

¿Qué soluciones tan sencillas? suspiró Ana. ¿Pedirle ayuda a mi exmarido? O me ignorará o me soltará un discurso sobre mi incompetencia.

Justo de eso hablo, de «pedir». Pero no como acostumbras, desde el rol de jefa que asigna tareas. Para nosotras, fuertes e independientes, el acto de pedir y eso de «activar a la niña vulnerable» carece de valor. Lo vemos como algo humillante. Y no entendemos lo esencial: los hombres, en realidad, lo necesitan.

Ana soltó un bufido escéptico. ¿Carlos necesitaba sus súplicas? Vamos, por favor. Doña Carmen no lo conocía bien. Si algo necesitaba él era que lo dejaran en paz. Cumplía con su papel: traer dinero a casa, su única obligación, según él.

***

Ahora, tres años después del divorcio, Ana veía su relación con otros ojos. Los problemas habían estado ahí desde el principio, pero nadie quiso admitirlo.

Se conocieron en una fiesta: Ana, el alma de la reunión, con chispa en la mirada; Carlos, alto, con una sonrisa encantadora, recién ascendido en su trabajo. Él vio en ella una compañera bella e inteligente; ella, en él, un pilar firme. La boda fue de ensueño, de esas que todos envidian.

Pero el sueño se convirtió en rutina y en la incapacidad de resolver conflictos.

Ana creció en un hogar donde el amor se medía por las tareas cumplidas. Su madre, sola después de que su padre se marchara, lo cargó todo: el trabajo, la casa, la crianza. Su lema era: «Confía solo en ti. Los hombres vienen y van, pero tu independencia es tu fortaleza». Ana construyó esa fortaleza desde joven: cocinaba, arreglaba enchufes, elegía su carrera. Llevaba dentro un anhelo oculto: encontrar a alguien en quien, por fin, poder apoyarse. Soñaba con una relación donde ser frágil no fuera sinónimo de debilidad. Su expectativa del matrimonio era simple y compleja a la vez: seguridad emocional. No económica ella sabía ganarse la vida, sino la posibilidad de quitarse, al fin, la armadura de «chica fuerte».

Carlos creció en una familia patriarcal clásica. Su padre, el proveedor, su palabra era ley. Su madre, la guardiana del hogar, ministra de las emociones y los quehaceres. Los problemas se resolvían así: ella informaba, él pagaba o movía contactos. Nunca hubo negociaciones. Carlos asumió un modelo único: el hombre trae el dinero y el estatus; lo demás no es su responsabilidad. En el matrimonio, buscaba comodidad: casa limpia, cena lista, una esposa guapa, y los problemas lejos, sin perturbar su paz.

Nunca lo hablaron. Desde el primer día, Carlos reconoció en Ana a esa mujer fuerte que no lo agobiaría con minucias. Ella vio en él al hombre confiable que sería su sostén. Hablaban idiomas distintos sin saberlo. Planearon la luna de miel, los nombres de sus hijos, el estilo de la casa. Pero nunca se preguntaron: «¿Cómo resolveremos los problemas cuando surjan?» o «¿Cómo repartiremos las tareas?».

Nadie quiso arruinar el romanticismo. Ana temió parecer débil si expresaba sus expectativas. Carlos asumió que todo funcionaría como en su casa. Navegaron hacia el matrimonio creyendo que veían la misma orilla, pero en realidad miraban continentes distintos.

Cuando nació su hijo, Pablo, Ana, siguiendo el ejemplo de su madre, lo asumió todo: el teletrabajo, las noches en vela, las citas médicas. Carlos existía en paralelo. Se sumergía en su empleo y en casa descansaba: sofá, televisión. Su participación se limitaba a «¿Qué hay de cenar?» y algún juego ocasional con Pablo, siempre que estuviera limpio y contento.

Pablo tenía nueve meses cuando tuvo fiebre por primera vez, casi 39 grados. Ana, desesperada, despertó a Carlos a las tres de la madrugada: «Carlos, ayúdame, no sé qué hacer. ¿Llamamos a urgencias?». Él, sin abrir los ojos, refunfuñó: «Eres su madre, resuélvelo. No me interrumpas, mañana tengo una reunión importante». Esa noche, Ana la recordaría años después: meciendo a Pablo sola, llorando de impotencia.

Luego vinieron más episodios. Lo habitual. Carlos anteponía sus necesidades; Ana llevaba la contabilidad de sus decepciones. Una vez, Carlos faltó al festival de infantil. Pablo, de tres años, había aprendido su primer poema. Ana le pidió a Carlos que reservara la mañana. «Claro, cariño», dijo él. Pero esa mañana, mientras le ajustaba la corbata a Pablo, sonó el teléfono. «Ana, lo siento, un cliente urgente. Sin mí no se puede. Grábalo y lo vemos luego». El «luego» nunca llegó. Para Carlos, era un imprevisto laboral. Para Ana, otro clavo en el ataúd de su matrimonio.

En invierno, Ana, con gripe y 38 de fiebre, le pidió a Carlos que comprara lo básico: leche, pan, medicinas. Él aceptó. Regresó a las nueve de la noche con una botella de whisky caro y una caja de bombones para su secretaria, que cumplía años. «Se me olvidó lo otro, perdona. Tú verás cómo te las apañas». Esa noche, mirando el whisky y tiritando de fiebre, Ana entendió: no estaba solo cansada, se estaba muriendo en un vacío emocional.

Ana se fue de golpe. Con una calma helada que escondía años de agotamiento. Mientras Carlos viajaba por trabajo, empacó y se marchó. Le envió un mensaje: «Basta. Cansada de cargar con todo sola. Pablo y yo viviremos aparte».

Para Carlos fue un golpe bajo. No entendía por qué. ¡Él mantenía a la familia! ¿Qué más quería? Su rabia y confusión eran tan grandes como el cansancio de ella.

***

Al principio, Ana se fue a casa de su madre. Luego encontró un segundo empleo, alquiló un piso minúsculo. Se apuntó al gimnasio para liberar estrés. Poco a poco, su vida mejoró, volvió a sentirse viva. Pero un problema persistía: la falta crónica de dinero. Mantener a Pablo, incluso con la pensión, era caro.

Un día, tomando un café con una compañera, Ana repitió su letanía: «Todo recae sobre mí, el dinero no alcanza, con Pablo todo es mi responsabilidad». Su colega, mujer sabia con nietos, le dio un consejo:

Ana, eres muy fuerte. Pero hasta un atleta necesita red de seguridad. Deja de cargar tú sola. No siempre hay que buscar soluciones complejas. Busca la más simple. Delega. ¿Sabes eso de «activar a la niña»? A veces no hay que exigir, sino pedir bien, para que el otro quiera ayudar.

¿En serio? ¿A Carlos le gustaría que me quejara como una niña?

No quejarte, sino mostrar que no puedes sola. Para ellos, nuestra vulnerabilidad no es debilidad. Es valiosa. Les da lo que necesitan: sentirse masculinos, poderosos, importantes. Y eso, en cadena, fortalece su confianza. Le das la oportunidad de ser tu héroe. Hasta en las pequeñeces.

Suena bonito, pero no me lo creo negó Ana. Carlos dirá que manipulo.

Es como cuando esperamos un halago continuó Doña Carmen. Los hombres como Carlos lo ven como manipulación. Pero a nosotras nos encanta, ¿no? Un cumplido nos hace sentir atractivas, femeninas. Derretimos. Ellos también. Solo que su «derretirse» es

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