Acepté a mi amiga Pilar cuando se había separado. Con el paso de los días, comprendí que me estaba convirtiendo en una sirvienta dentro de mi propio hogar.
Hay lazos que aguantan todo: bodas, separaciones, hijos, funerales. Nos conocíamos desde la infancia en la periferia de Madrid; compartimos aulas, descubrimos juntas nuestras primeras desilusiones amorosas. Luego ella se mudó a Sevilla, pero siempre volvía y allí podía ser yo misma.
Así que, una noche, me llamó desmoronada, con la voz quebrada, y soltó una sola frase: «No tengo a dónde ir». No lo pensé dos veces. Le dije: «Ven. Siempre tendrás un rincón en mi casa».
Los primeros días fueron como en la adolescencia: largas charlas, carcajadas, recuerdos que saltaban como fuegos artificiales. Tras el fallecimiento de mi marido, el silencio se había adueñado de la casa y su ausencia, paradójicamente, me reconfortaba. Quise mimarla: preparé sus platos favoritos, le cedí la cama más cómoda, compré toallas recién tejidas para que se sintiera como en un hotel. Prometió quedarse unas semanas mientras se recuperaba.
Pasó un mes y luego otro. No buscaba piso, no enviaba currículums, no se levantaba a la mañana diciendo: «Hoy haré algo». Se paseaba por la casa en bata, se instalaba en el sofá y, como si fuera natural, preguntaba: «¿Compraste mi yogur de fresa?».
Poco a poco, sentí que me desvanecía. Volvía del despacho y ella estaba allí, con el té humeante, hojeando mi periódico. Cuando le pedía que al menos preparara una sopa, solo reía: «Tú lo haces mejor, a mí no se me da».
Yo era quien fregaba los platos, hacía la compra, llenaba el frigorífico con lo que a ella le apetecía, dejaba en el baño sus cosméticos, y en la tele sólo pasaban sus series.
Un día invité a mi vecina Carmen a tomar un café y Pilar, con cara de disgusto, dijo que «no le gustaba que entraran extraños». Incluso echó a mi gato Misu fuera, alegando «alergia».
Durante mucho tiempo justifiqué su comportamiento pensando que estaba devastada por el divorcio, herida y desorientada, y que debía soportarlo. Pero cuando empezó a mover los muebles sin consultarme, diciendo «así queda mejor», comprendí que había cruzado la línea.
El momento más duro llegó cuando, después del trabajo, me pidió que recogiera su ropa de la tintorería y comprara alimentos, alegando «no tengo fuerzas para salir». Llegué cargando bolsas, y ella solo preguntó: «¿Has comprado el detergente correcto? No te equivoques». Algo dentro de mí se quebró.
Por primera vez en años hablé con firmeza:
«Tenemos que hablar. Esto no puede seguir así. Esta es mi casa y debes pensar dónde vas a ir».
Al principio Pilar se quedó boquiabierta, luego se ofendió y acusó que «no entendía nada» y que «solo pensaba en mí». Me costó mucho, pero sabía que si no ponía límites entonces, perdería mi propia identidad.
Se marchó días después, dándome un portazo que resonó como un trueno. La culpa me atenazó, como si hubiera traicionado a quien consideraba familia. Sin embargo, poco a poco la casa volvió a respirar; sentí de nuevo que el techo me pertenecía, que mis reglas eran válidas.
Unos meses más tarde, un breve mensaje apareció en mi móvil:
«Perdona. Creo que en ese momento estaba totalmente perdida. Gracias por ayudarme, aunque no lo aprecié».
Le respondí deseándole lo mejor y pensé: a veces lo más difícil es decir «no» a quien se quiere. Pero si no lo haces a tiempo, lo que pierdes no es solo la relación, sino a ti mismo.







