Recogí a mi madre anciana en casa. Ahora me arrepiento, pero no puedo devolverla. Y la vergüenza ante los conocidos me ahoga.
Hoy necesito vaciar en papel esta historia íntima, tan pesada que oprime mi pecho como una losa. Busco un consejo sabio, sereno, que me guíe para escapar del pantano en el que me he metido.
Cada uno carga sus penas. Debemos aprender a no juzgar, sino tender la mano cuando alguien se hunde en la desesperación. Nadie está a salvo: hoy señalas, mañana podrías estar en la misma trampa del destino.
Traje a mamá conmigo. Cumplió 80 años y vivía en un pueblo de Soria, en una casa con el tejado desvencijado. Sus fuerzas flaqueaban: piernas temblorosas, manos débiles. Al verla marchitarse sola, decidí llevarla a mi piso en Valladolid. Jamás imaginé el peso que cargaría ni cómo trastornaría mi existencia.
Al inicio, todo fluyó. Mamá se instaló en mi hogar de tres habitaciones, aparentemente tranquila. No interfería, permanecía en su cuarto —arreglado con esmero—: cama mullida, manta de lana, televisor pequeño. Solo salía al baño o la cocina. Vigilaba su dieta: nada de grasas, sal mínima, verduras al vapor. Medicinas costosas, compradas con mi sueldo. Su pensión era una miseria, ¿qué esperar?
Pero a los meses, todo se desmoronó. La ciudad —monótona, gris como el hormigón— la hastió. Impuso sus reglas, buscó peleas por nimiedades: polvo sin limpiar, sopa insípida, té olvidado. Nada le agradaba. Luego vinieron las manipulaciones: suspiros teatrales, quejas de que en el pueblo vivía mejor que en esta «cárcel». Sus palabras me laceraban, pero contenía el rencor.
Mi paciencia se resquebrajó. Cansada de reproches y gritos, empecé a ahogar los nervios con pastillas. Tras el trabajo, me quedaba frente al portal, sin ánimos de subir. Tras la puerta no había hogar, sino un campo de batalla donde perdía cada día. Mi vida era una pesadilla sin salida.
¿Devolverla al pueblo? Imposible. La casa está en ruinas, sin calefacción ni condiciones. ¿Cómo abandonarla? Y los conocidos… ya imagino sus miradas acusadoras, los murmullos: «La hija que abandonó a su madre… ¡Qué vergüenza!». Me abrasa la culpa, pero no doy más.
Este nudo me supera. Estoy exhausta, vacía. ¿Cómo convivir bajo este techo? ¿Cómo manejar su terquedad, ese muro de reproches? ¿Cómo calmarla sin perderme? Estoy atrapada, hundiéndome en la desesperanza.
¿Han vivido algo similar? ¿Cómo lidiar con ancianos de carácter áspero, que erosionan la paciencia? ¿Cómo no enloquecer cuando un ser querido se vuelve tu cruz? Compartan su experiencia —necesito una luz en este túnel oscuro—.