Acepté cuidar a la hija de la vecina durante el fin de semana, pero pronto percibí que algo no marchaba con la niña.
Claro que sí, dije con una seguridad que apenas ocultaba la duda, mientras miraba a la nueva vecina, inmóvil en el umbral con su abrigo hasta el cuello.
Con un gesto tembloroso arregló una hebra suelta y la ató en un apretado moño. Entre sus cejas se dibujó una profunda arruga de preocupación; sus labios finos se tensaron.
A su lado estaba la niña. Pequeña, pálida, con unos ojos enormes que reflejaban una cansancia antigua, demasiado grave para un rostro infantil.
Le estoy muy agradecida, Doña Carmen, pronunció la mujer con tono uniforme y ensayado. Volveré el domingo por la tarde. No hace falta vigilar mucho a Marta; ella es sumamente obediente.
Esa frase sonó forzada, más como el resultado de un adiestramiento que de una educación.
Una punzada de inquietud se instaló en mi interior, una intuición que rara vez me ha fallado.
Nos llevaremos bien, sonreí pese al nerviosismo. Ojalá su madre se mejore pronto.
Gracias, asintió la mujer secamente, entregándome una bolsa raída. Aquí tiene sus cosas. Lo mínimo, pero lo esencial.
La bolsa resultó sorprendentemente ligera: apenas unas prendas para dos días. La niña permanecía inmóvil, sin apartar la vista del suelo, y solo se estremeció cuando su madre se inclinó hacia ella.
Compórtate bien. No le causes problemas a Ana, ordenó la vecina con voz cortante. Ese tono hizo que mi piel se erizara; no se habla así a los niños, sino a los subordinados.
Marta asintió en silencio, sin decir te quiero ni ofrecer una despedida cariñosa. La mujer se giró y se dirigió al taxi sin voltear la vista.
Ven, Marta, le toqué suavemente el hombro, temiendo romperla. Te presentaré a Timo, mi gato rojo.
La niña se deslizó casi sin ruido al recibidor, como temiendo dejar rastros. Timo, que normalmente consideraba la casa su fortaleza, apareció en el pasillo, olfateó sus botines y se frotó contra sus piernas con gesto ostentoso.
Parece que le gustas, comenté, sorprendida. Él suele hacer un verdadero casting antes de aceptar a alguien en su territorio.
Marta se sentó y acarició al gato con cautela. Cuando Timo emitió su típico maullido, el semblante de la niña se suavizó un instante; por un momento dejó de ser un pequeño espectro y volvió a ser una niña.
Mientras preparaba la cena, los observaba a hurtadillas. La niña le susurraba algo al oído rojizo, y Timo la escuchaba con una indulgencia real. Mi corazón se encogió al recordar otro rostro infantil, otros ojos
Hace cinco años desapareció mi sobrina, como si se hubiera fundido con el viento. Cayó del cochecito mientras su madre hablaba por teléfono. Buscamos sin cesar, siguiendo hilos que no llevaban a ningún lado. Dos años después, la madre también se perdió en un accidente. Esa herida jamás cicatrizó; aún sueño con sus pequeñas manos que emergen de la oscuridad.
¿Quieres té de jengibre con una rodaja de naranja? pregunté, intentando ahuyentar los recuerdos.
Ella asintió, mirando la encimera.
Sí, por favor, susurró apenas audible.
La cena transcurrió como una extraña coreografía: yo intentaba conversar, ella comía con la cautela de quien recorre una zona de minas.
¿Qué cuentos te gustan? pregunté cuando su plato quedó vacío.
No lo sé, respondió tras una pausa. Mamá dice que los libros son una pérdida de tiempo.
Algo se apretó dolorosamente dentro de mí. ¿Cómo puede una madre decir eso?
Desde la ventana abierta se colaba el aroma de lavanda de mi jardín y la risa de niños que venía de la calle contigua. Marta giró la cabeza hacia el sonido y, en sus ojos, se adivinó una sombra de nostalgia.
¿Quieres salir a pasear? le ofrecí.
Negó con la cabeza.
Mamá no lo permite.
Otra vez la palabra mamá. La mujer que había dejado a su hija con una desconocida y se marchó sin mirar atrás. Observé el delicado perfil de la niña, sus hombros encogidos; había algo en esos rasgos que me resultaba dolorosamente familiar, una punzada en el pecho.
Antes de dormir la acomodé en la habitación de invitados, donde las ventanas daban al jardín y una brisa ligera agitaba las cortinas. En medio del cuarto Marta sostuvo un peine, la única cosa personal que había traído en la bolsa.
¿Necesitas ayuda? pregunté, señalando el peine enredado.
Me lo entregó con duda. Lo deshice con cuidado, evitando arrancar los cabellos frágiles y secos. Cerró los ojos; un leve temblor recorrió su cuerpo al tocarle la coronilla.
Ya está, murmuré. Acuéstate, me quedaré a tu lado hasta que duermas.
¿De verdad? ¿No te vas ahora?
Claro que no. Aquí estoy.
Marta se acomodó bajo la manta, y Timo se abalanzó a su lado, acurrucándose. Ella puso una mano temblorosa sobre el pelaje del gato. Al observar su rostro a media luz, una extraña sensación me invadió: aquella línea bajo el mentón, esa expresión, ya las había visto antes.
Tal vez solo era un juego de la mente, un eco del dolor pasado que todavía resonaba en el presente. La luz de la luna se filtraba por las persianas, derramando plata sobre las paredes, y de la ventana se oía el crujido de los grillos. Una certeza fue creciendo: algo no encajaba, y yo debía descubrir qué.
¡Marta, a desayunar! grité mientras colocaba los platos en la mesa de la cocina.
La niña apareció en la puerta, con la misma ropa de ayer, el pelo perfectamente cepillado y la cara limpia, como si hubiera preparado todo sola, sin molestarme. Resultaba demasiado independiente para una de siete años.
¿Quieres zumo de naranja? le pregunté, señalando el vaso.
Marta lo miró como si fuera la primera vez que lo veía.
¿Puedo? balbuceó.
Por supuesto, contesté con una sonrisa que ocultaba mi inquietud. Y también puedes comer los tortitas con mermelada.
Se sentó tímidamente al borde de la silla, la mirada fija en el plato, pero sin empezar a comer.
No esperes a que yo empiece, la animé suavemente.
Con vacilación tomó el tenedor, arrancó un trozo y lo llevó a la boca. En su rostro se dibujó un destello de placer que pronto se tornó en la habitual cautela.
¿Está rico? pregunté sentándome frente a ella.
Asintió sin levantar la vista.
Muy, susurró, como confesando un secreto prohibido.
Tras el desayuno saqué un cuaderno, pinturas y rotuladores.
¿Quieres dibujar? propuse.
Marta miró los lápices de colores como si fueran joyas.
No sé dibujar murmuró con culpa.
No importa. Dibuja lo que quieras, incluso a Timo.
Tomó el lápiz con inseguridad. Yo fingí limpiar la cocina, pero vigilaba de reojo sus movimientos. Cada trazo ganaba confianza, pero el dibujo resultó extraño: no era un gato, sino una casa oscura con ventanas cerradas y una pequeña figura en el interior.
Un nudo se formó en mi pecho. Me acerqué con delicadeza.
Bonito dibujo, dije suavemente. ¿Es tuyo?
Marta tembló y volteó la hoja rápidamente.
No, lo imaginé, la voz le tembló. ¿Puedo dibujar a Timo?
Claro que sí.
Mientras ella trazaba el felino, busqué en mi móvil niños desaparecidos últimos cinco años y añadí Marta. Miles de resultados aparecían; cuántos niños perdidos…
Al terminar, extendió el dibujo. Por primera vez su rostro se iluminó con una verdadera sonrisa.
Se parece mucho, le dije, alabándola. Tienes talento.
Se sonrojó.
El día transcurrió tranquilo: almorzamos, paseamos por el jardín, leímos. Marta se fue abriendo poco a poco, incluso rió. Pero al mencionar a su madre o a su casa, se cerraba de inmediato.
Al anochecer llené la bañera con agua tibia, espuma y algunos juguetes.
¡Todo listo! llamé. Ven, te ayudo.
Marta entró a la estancia del baño, mirando el agua con desconcierto.
La espuma susurró. Como nubes.
Sí, bonita, ¿no? Déjame ayudarte a lavar el cabello.
Jugó con el agua, relajándose. Al enjabonarle el pelo, noté unas marcas en sus hombros, viejas pero claras. Cuando llegó el momento de enjuagar, incliné su cabeza hacia atrás y me detuve: bajo la línea del crecimiento del pelo había una mancha congénita, tres finas franjas como trazadas con pincel.
Esa misma marca la tenía mi sobrina desaparecida hace cinco años.
¿Qué pasa? preguntó Marta al verme paralizada.
Nada solo reviso que el agua no entre en tus oídos.
Todo bien.
Mi mente giraba como un torbellino. ¿Coincidencia? ¿Algo más?
Buenas noches, susurré, cubriéndola con la manta.
Buenas noches, respondió, añadiendo después: Gracias por ser amable.
Cuando se quedó dormida corrí al ordenador. Mis dedos temblaban al teclear la contraseña. Abrí fotos antiguas y encontré una en la que mi hermana y una pequeña Marta aparecen juntas; al ampliarla, la mancha en la espalda era nítida: tres franjas idénticas. Otro retrato mostraba a Marta de dos años, sonriendo a la cámara, con los mismos ojos y la misma división en el iris.
No quedaba duda. La niña que dormía en la habitación contigua era mi sobrina, la misma que habían secuestrado hace cinco años.
Apreté la mano contra los labios, conteniendo un grito. ¿Llamar a la policía ahora? ¿Y si la mujer regresara antes y se llevara a Marta de nuevo?
A la mañana siguiente la casa nos recibió con un silencio nuevo, no alarmante sino reconfortante. Por primera vez en años desperté no por recuerdos opresores, sino por el cálido aliento de la niña a mi lado. Marta dormía tranquila, abrazada a Timo, acariciando su pata. Su rostro estaba relajado, como si por fin se hubiera permitido confiar en el mundo.
Me levanté con mucho cuidado para no despertarlos y fui a la cocina a preparar el desayuno. El aroma de canela, mantequilla y leche tibia llenaba el aire. El día prometía claridad. Abrí la ventana y una brisa fresca colmó la cocina con el perfume de menta, rosas y algo indefinible, la sensación de hogar.
Cuando Marta se incorporó, observó en silencio desde la puerta de la cocina, aferrando a su nuevo compañero peludo. Le hice señas con la mano.
Ven, gatita. Hoy tenemos muchos planes: escoger ropa nueva, ir al médico para un chequeo y, si quieres, hacer un álbum de fotos para recordar lo bueno que vendrá.
Se sentó a la mesa, esbozando una leve sonrisa, todavía tímida pero auténtica.
¿Podré sacarme fotos contigo y con Timo?
Por supuesto. Con plastilina azul, con lo que quieras. Crearemos nuevos recuerdos.
Desayunamos, reímos y pintamos. Le enseñé a hornear galletas sencillas; ella formaba pequeñas bolitas de masa y las decoraba con pasas. Cada gesto era un eco de algo perdido hace tiempo y ahora reencontrado.
Al caer la tarde llamé al servicio social y concerté la tutela legal. Prepararemos todos los papeles con un abogado. Marta me miró y preguntó:
¿Significa que me quedaré aquí?
Sí, querida, le respondí. Ahora estás en casa, y eso será para siempre.
Se acercó y se abrazó a mí en silencio, pero ese silencio era paz, como la calma que sigue a la tormenta.
Pasaron unas semanas; la vida volvió a fluir. Marta asistía a terapia, dibujaba gatos y columpios rojos. Elegimos una nueva escuela, ella alimentaba a Timo cada mañana, horneaba pasteles conmigo y recordaba el nombre del doctor que nos atendía.
Una tarde, al regresar a casa, se detuvo ante los columpios viejos del patio. Me miró y dijo:
Recuerdo cuando me sostenías para que no cayera.
Asentí, sin confiar del todo en mi voz. Marta me tomó de los dedos y susurró:
Gracias por haberme encontrado.
En ese instante comprendí que, pese a todas las pérdidas, al dolor y al miedo, ella había regresado. Mi sobrina, mi pequeña luz, no se había extinguido; solo estaba oculta tras la niebla.
En el jardín florecían margaritas, Timo perseguía mariposas y nos sentábamos en la banca a dibujar. Dos almas que habían sufrido la ausencia, dos mujeres una grande y otra pequeña que volvieron a creer en el amor.
Marta ya no temía a la oscuridad, porque sabía que en esa casa siempre habría luz y brazos cálidos que la protegerían. Yo, por mi parte, juré que nunca volvería a permitir que alguien la arrancara de mi vida. A veces ocurren milagros, y hay que tener la fuerza para creer en ellos.







