—¿No tienes hombre propio y te lanzas al ajeno? Vaya amiga. Que no vuelva a ponerse tu pie en mi casa —dijo furiosa Marta…
No quería bajarse del autobús. Lucía vivía en una zona de nuevas construcciones, donde aún no llegaba el transporte público. Desde la parada hasta su casa había un buen trecho, y con ese tiempo. Bueno, al menos aprovecharía para pasar por el supermercado. Habían prometido abrir uno cerca, pero quién sabía cuándo. Pagaría por su pereza de ayer: la nevera estaba casi vacía.
Lucía bajó y, antes de dar dos pasos, una ráfaga de viento le arrancó la capucha, lanzándole al rostro un mechón de pelo y un puñado de nieve afilada. El viento soplaba en todas direcciones, empeñado en cegarla.
Ajustó la capucha sobre la frente, agarrándola con una mano bajo la barbilla, encorvada como una anciana. Casi corrió al entrar al supermercado, deseando escapar del frío.
Tras la puerta, el silencio relativo del local. Se sacudió el pelo al quitársela, tomó una cesta y recorrió los pasillos. Cogió lo justo, lo que cupiera en una sola bolsa. Mañana compraría el resto. Aún debía llegar a casa, y una mano debía quedar libre para sujetar la capucha.
Vio adelante a una mujer joven con un carrito, al que se agarraba un niño de unos seis años, abrigado como un astronauta. La mujer empujaba el carrito con una mano y llevaba la cesta con la otra. Avanzaban despacio; no había modo de adelantarlos. Lucía torció por otro pasillo. Escogió una botella de leche y se dirigió a la sección del pan.
Y ahí, de nuevo, la misma mujer. Lucía iba a esquivarla cuando del carrito cayó un peluche. Lo recogió.
—¡Esperen, se les cayó! —gritó.
La mujer se detuvo y volvió la cabeza.
—Toma… —Lucía alargó el peluche y entonces la reconoció—. ¡Marta!
—¡Lucía! —La sonrisa de Marta fue sincera.
—Pensaba: «Qué valiente, sacar a los niños con este tiempo» —dijo Lucía.
—Vivo en este bloque. Iba a venir sola, pero Sara se puso imposible y Jorge no puede con ella. Así que salimos todos.
Lucía contuvo la pregunta sobre el marido. No era momento. Seguramente aún trabajaba.
—Mi ayudante —dijo Marta con orgullo, señalando al niño.
—¿Cuántos años tiene?
—Seis. El próximo otoño empieza el cole.
—Vamos ya, quiero ver los dibujos —refunfuñó Jorge.
—Espérate —le reprendió Marta—. Perdona, Lucía, ya ves, no soy dueña de mí. Apunta mi dirección y teléfono.
Lucía rebuscó el móvil.
—Llámame, charlamos. Los niños a las diez ya duermen —dijo Marta, yendo hacia cajas.
—¡Oye, el peluche! —la llamó Lucía.
Jorge corrió a recuperar su conejo rosa. Marta asintió a Lucía y siguió, regañando al niño por no dar las gracias.
«Vaya, nunca creí que Marta tendría dos hijos. ¿Cómo lo hace? Yo no me atrevería a salir así», pensó Lucía en la cola.
«Por eso no tienes ni marido ni hijos», le susurró su voz interior.
En casa, Lucía hizo una tortilla. Cocinar algo elaborado no le apetecía. Tampoco era hora para cenas pesadas. Mientras hervía agua, admiró su cocina nueva. Había comprado el piso seis meses atrás y estaba orgullosa.
La sala, con solo un armario, un sofá y la tele, parecía fría. Pero la cocina la amuebló enseguida. Para una mujer, la cocina es lo esencial. Allí pasaba la mayor parte del tiempo. Ahora entraba, cocinaba algo rápido y cenaba frente al televisor. Pero algún día tendría familia, marido, hijos. Sería una «mamá gallina» como Marta. Respiró hondo.
El silbido del hervidor la sobresaltó. Tras cenar, miró por la ventana: las luces de los coches en la oscuridad parecían guirnaldas. En otros pisos, ventanas iluminadas. Gente reunida, cenando, hablando. Quizá alguien más miraba también, pensando lo mismo.
Recordó a Marta. A ella no le daría tiempo de pararse así. Dos niños. Y siempre decía que tendría uno, o ninguno.
—No voy a malgastar mis mejores años en hijos desagradecidos que se irán y me dejarán sola. Que los tengan otros —soltaba en el instituto.
Lucía le replicaba: los hijos son nuestra huella, la razón de vivir.
—Pues tenlos tú —contestaba Marta.
Lucía vivía sola con su madre. Murió hace un año. Su padre tenía otra familia. Un hermano habría ayudado a no sentirse tan sola. Cada uno anhela lo que no tuvo.
Ella soñaba con hermanos, luego con hijos. Marta, con padres y hermanos, era la mayor. Quizá por eso no quería niños.
«El destino juega sus cartas», pensó Lavándose los platos.
A las diez y media, llamó a Marta.
—Soy yo, Lucía. ¿Molesto?
—No. Los niños ya duermen. Cuéntame de ti.
—Poca cosa. Soltera, piso nuevo. Orgullosa.
—¿Por?
—Soñaba con salir de ese piso viejo. Cuando mamá murió, lo vendí y compré este. Sin fantasmas del pasado.
—Siempre decidida —dijo Marta—. Pero ¿por qué sola?
Hablan largo rato hasta que llora la niña.
—Sara despierta. Hablamos luego —se despidió Marta.
Lucía imaginó a Marta meciendo a la pequeña, el marido viendo la tele. Le dio envidia.
«Aunque salir con los niños en la ventisca… Quizá ese “hombro fuerte” no es tan firme», pensó. «Pero tiene familia. Eso vale. Las dificultades pasan».
Dos semanas después, Marta la invitó al cumple de Jorge.
—¿Quieres que llegue antes, ayudo?
—No. Tengo a mi marido y a Jorge —respondió Marta, con voz alegre.
Llegó con un regalo y dulces. Jorge abrió.
—Hola. ¿No preguntas quién es? —bromeó.
El niño huyó. Marta, en la cocina, tenía los ojos rojos. Ni comida, ni invitados.
—¿Qué pasa? —preguntó Lucía.
—Gracias —dijo Marta, mustia.
—¿Y tu marido?
—De juerga —espetó.
—Discutisteis.
—Llegó tarde, borracho. Dijo que venía a descansar, no a trabajar. Según él, yo no hago nada. ¿Es justo?
Lucía la calmó. Organizaron una cena improvisada.
Al volver, el marido de Marta, Adrián, apareció. Lucía notó sus miradas. Él insistió en acompañarla a casa.
Por el camino, Adrián se quejó:
—Solo habla de los niños. En el trabajo hay mujeres elegantes. A casa no dan ganas de volver.
—Ya cambiará.
Él intentó besarla en el portal. Ella se resistió. Un vecino la ayudó.
Al día siguiente, Marta la llamó furiosa:
—¿Sin hombre y te lanzas al mío? No vuelvas.
Adrián la culpó. Lucía optó por alejarse.
Meses después, se cruzaron.
—Sé que miente. Pero no puedo echarlo. ¿Y mis hijos? Tú hablas desde la soledad.
—Me caso —reveló Lucía.
Marta se fue sin responder.
Lucía regresó a casa. No había dicho a su prometido —el mismo vecino— que estaba embarAl cruzar la puerta, sintió que por fin la vida le devolvía, con creces, todo el amor que siempre había soñado dar.