¿Acaso me he convertido en una extraña?
Ese día comenzó con un peso en el corazón. Me encontraba en la puerta de la casa de mi hijo, Javier, sin poder creer que tuviera que pedir permiso para entrar. En mis manos llevaba una pequeña bolsa con mis cosas, y en el alma, una mezcla de cansancio, dolor y esperanza. El viaje había sido largo, casi seis horas en un autobús sofocante, y solo ansiaba ducharme, comer algo y descansar un poco antes de ir al cementerio a visitar la tumba de mi difunta madre, Carmen Martínez. Las palabras que le dije a Javier aún me duelen: “Hijo, déjame entrar aunque sea una hora. Me asearé, comeré un poco si tu esposa lo permite, y luego iré al camposanto a encender una vela. ¿De verdad he llegado a esto?”.
Javier me miró con una expresión extraña. En sus ojos vi amor, incomodidad y tal vez un poco de confusión. Asintió rápidamente y dijo: “Mamá, claro que puedes pasar, ¿qué dices?”. Pero yo sabía que no dependía solo de él. Su esposa, Lucía, siempre había sido amable, pero en los últimos años noté que mi presencia en su casa le causaba tensión. No lo decía abiertamente, pero lo sentía: las visitas largas, las conversaciones sobre el pasado, mis relatos de la vida en el pueblo… todo eso le pesaba. Y ahora yo, su madre, estaba en la puerta, casi suplicando entrar a la casa de mi propio hijo.
Al entrar, intenté ser lo más discreta posible. Lucía estaba en la cocina preparando la cena. Me sonrió, me saludó y me ofreció un café, pero decliné para no molestarla. En su lugar, pedí permiso para usar el baño. Javier me acompañó, me trajo una toalla limpia y dijo: “Mamá, no te preocupes, todo está bien”. Pero noté que lanzó una mirada rápida hacia la cocina, como asegurándose de que Lucía no escuchara. Otro pinchazo al corazón. Antes éramos tan cercanos, compartíamos todo, y ahora me sentía como una invitada que debe saber su lugar.
Después de ducharme, me sentí algo mejor. Mientras tomaba un plato de sopa caliente que Lucía insistió en servirme, reflexioné sobre cuánto había cambiado todo. Cuando Javier era pequeño, trabajé en dos empleos para darle lo necesario. Vivíamos humildemente, pero me esforzaba para que no le faltara nada. Recuerdo cómo, siendo adolescente, me prometió: “Mamá, cuando sea mayor, te compraré una casa grande y nunca más pasarás necesidades”. Yo sonreía, le acariciaba la cabeza y le decía que solo quería su felicidad. Ahora él es un hombre exitoso, con familia, una casa bonita y un buen trabajo. Y yo, en su puerta, pidiendo permiso para entrar.
Tras comer, me preparé para ir al cementerio. Era el motivo principal de mi viaje. Mi madre, Carmen, falleció hace cinco años, y desde entonces intento visitarla al menos una vez al año: limpiar su tumba, encender una vela y sentarme un rato a recordar su bondad y sabiduría. Javier quiso llevarme en coche, pero preferí ir sola. No estaba lejos, y el aire fresco me ayudó a ordenar mis pensamientos. En el cementerio, limpié las hojas secas, coloqué flores frescas y encendí la vela. Mientras estaba allí, hablaba en silencio con mi madre: “Mamá, ¿de verdad me he vuelto una extraña para mi hijo? ¿O soy yo la que se complica?”.
De vuelta en casa, noté que el ambiente era un poco más cálido. Lucía me invitó a quedarme a dormir, pero decliné para no estorbar. Agradecí su hospitalidad, abracé a Javier y prometí volver pronto. En sus ojos vi amor sincero, pero también cierta tristeza. ¿Quizás él también siente que hay un muro invisible entre nosotros?
Al subir al autobús de regreso al pueblo, reflexioné sobre lo rápido que cambia la vida. Los hijos crecen, forman sus familias, y es natural. Pero duele darse cuenta de que, como madre que lo dio todo, ahora debes pedir permiso para cruzar su puerta. No culpo a Javier ni a Lucía; ellos viven su vida, y me alegra que les vaya bien. Pero en lo más profundo, espero que algún día volvamos a ser tan cercanos como antes. Mientras tanto, seguiré visitando la tumba de mi madre, abrazando a mi hijo y confiando en que el amor entre nosotros nunca se ha ido.
La vida enseña que el tiempo transforma los roles, pero el cariño verdadero perdura, aunque a veces deba adaptarse a nuevos caminos.