«¿Acaso esta mujer malvada, parecida a una bestia acorralada, es su madre?». Sus palabras: «Eres el error de mi juventud» resonaban sin cesar en sus oídos

«¿De verdad esta mujer malvada, con mirada de bestia acorralada, es su madre?». Sus palabras «Eres el error de mi juventud» resonaban una y otra vez en su cabeza.

Alejandro solo sabía de sí mismo que lo encontraron llorando de hambre y miedo en la puerta de un orfanato. Su madre, quizá por un último resto de conciencia, lo envolvió en una manta caliente, le ató un pañuelo de lana de cabra por encima y lo dejó en una caja de cartón. No quería, al parecer, que el pequeño Alejo se congelara.

No había ninguna nota con su nombre, fecha de nacimiento o algún dato sobre él. Pero en su manita apretaba un colgante de plata bastante grande con forma de la letra «A». Su única herencia.

Era especial, no de esos que venden en cualquier tienda, sino una pieza única con el sello del joyero. Las autoridades intentaron seguir esa pista para encontrar a la madre desnaturalizada y llevarla ante la justicia, pero el caso se estancó. El joyero que lo fabricó había fallecido por su avanzada edad, y en sus registros no había ninguna mención de aquella pieza.

Así que en el orfanato lo registraron como Alejandro Desconocido. Y así, el Estado ganó un hijo más.

Pasó toda su infancia en el orfanato, con todo cubierto, pero sin el amor de unos padres. Lo único que deseaba era encontrar algún día a su madre y a su padre.

Algo terrible debió pasar para que mi madre hiciera esto. Seguro que aparecerá y me llevará de aquí pensaba, como todos los demás niños en su situación.

Cuando salió del centro para enfrentarse al «mundo real», su cuidadora le colgó el colgante al cuello y le contó su historia.

¿Entonces mi madre quería que la encontrara? preguntó él.

¡Quizá! O quizá solo arrancaste el colgante de su cuello sin querer. Los bebés agarran todo, ¿sabes? ¡No tenía cadena, estaba solo en tu puño! le respondió.

Alejandro recibió un pequeño piso del Estado. Pequeño, pero suyo. Entró en un instituto técnico, lo terminó y consiguió trabajo en un taller mecánico.

***

Conoció a Albina por casualidad: chocaron en la calle. Bueno, primero chocaron, y los libros de moda que ella llevaba se cayeron al suelo. Luego, cuando él se agachó para recogerlos, chocaron de frente.

El golpe fue tan fuerte que a los dos les salieron lágrimas y vieron estrellas. Se quedaron sentados en medio de la gente, riendo entre lágrimas. Fue entonces cuando Alejandro supo que se había enamorado para siempre.

¡Tengo que compensarte por esto! ¿Te invito a un café? le propuso.

Albina se sorprendió a sí misma al aceptar tan rápido. Le parecía tierno, torpe como un oso, pero casi familiar.

Alejo siento que te conozco de toda la vida le dijo a los cinco minutos.

¡No te lo creerás, pero yo igual!

Empezaron a salir, y su cariño era tan grande que no podían estar ni un minuto sin hablarse. Se sentían el uno al otro. Si Alejandro se cortaba en el trabajo, Albina le llamaba al instante.

Tú eres yo, y yo soy tú. Eres mi destino le dijo él una vez. Ojalá pudiera presentarte a mis padres como mi prometida Pero no tengo a nadie.

¡Pues me tienes a mí! Y estoy segura de que mis padres te adorarán.

***

¿Qué dices de que «tu novio es del orfanato»? ¡¿Te has vuelto loca?! ¡Todos los de ahí son problemáticos, no están socializados! gritó Lidia, su madre, llevándose una mano al corazón y dejándose caer en el sillón.

¡Mamá, Alejandro es bueno y divertido! ¡No puedes meter a todos en el mismo saco! defendió Albina.

Tiene razón, hija intervino su padre, Iván, un militar retirado. Hay que conocer a alguien antes de juzgarlo. Tráelo, hablaremos con él y veremos qué tal.

¡Iván, no lo entiendes! No criamos a nuestra hija con tanto cariño para que se case con alguien sin familia. ¡Y si sus padres eran unos inmorales? chilló Lidia.

Pues eso lo averiguaremos cuando lo conozcamos gruñó Iván.

Lidia no discutió más y se encerró en su habitación, dando un portazo.

Iván le guiñó un ojo a Albina:

No te preocupes, hija, lo superaremos.

¡Gracias, papá! Ella le dio un beso en la mejilla. ¿Puedo invitar a Alejo el sábado?

Claro. Quiero conocer al hombre que ha enamorado a mi hija.

***

El día acordado, Alejandro, impecable y nervioso, llegó con dos ramos de flores (para Albina y su futura suegra) y una tarta.

Albina, radiante, lo llevó a la cocina.

Mamá, papá, este es mi Alejo.

Su padre le dio la mano. Lidia aceptó las flores con una sonrisa y de pronto palideció. Se quedó muda.

Finalmente, recuperándose, los invitó a sentarse.

Perdonad, es que estaba nerviosa mintió.

Durante la cena, preguntó:

Alejandro, ese colgante es muy especial. No parece de fábrica.

Es lo único que tengo de mi madre. Lo llevaba en la mano cuando me encontraron.

Lidia no dijo ni una palabra más. No comió, solo movió los guisantes en el plato.

A Iván, en cambio, le cayó bien. Hablaron de fútbol, esquí, pesca

¡Un chico estupendo! dijo cuando Alejandro se fue.

¡¿Estupendo?! gritó Lidia ¡No tiene educación, ni modales!

Lidia, ¿qué te pasa? ¿Qué te ha hecho? preguntó Iván, confundido.

Pero ella no cedió. Se volvió hacia Albina:

¡Tienes que dejarlo! ¡Ahora!

No quiso dar más explicaciones y se encerró en su habitación.

***

«¿Qué hago? ¿Cómo es posible que se hayan encontrado en este mundo tan grande?». Lidia levantó los ojos llorosos hacia una foto antigua escondida en la vitrina.

En la foto en blanco y negro, una joven Lidia sonreía con orgullo. Y en su cuello, colgaba el mismo colgante que acababa de ver en Alejandro.

«¡Así que no lo perdí! ¡Ese mocoso me lo arrancó!».

Guardó la foto en el bolsillo.

«No pueden verla. Tengo que hacer algo».

No durmió en toda la noche. La única solución que encontró fue hablar con Alejandro y pedirle que se fuera para siempre.

Hija, perdóname por lo de ayer. Quiero disculparme con Alejandro. ¿Me das su número?

Albina, sin sospechar nada, se lo dio y salió de casa feliz.

Lidia llamó a Alejandro.

¿Podrías venir hoy? ¿En una hora?

Claro.

Una hora después, él estaba en la puerta. Lidia, demacrada y con los ojos hinchados, lo hizo pasar.

Necesitamos hablar.

Alejandro, tienes que dejar a Albina. Es un secreto. Jura que ni ella ni mi marido lo sabrán.

Lo juro susurró él, sentándose. Las piernas le temblaban.

Alejandro Albina es tu hermana dijo Lidia, mostrándole la foto.

¿Madre? preguntó él, con los ojos llenos de lágrimas. ¿Y mi padre?

No, Iván no lo es. Él estaba en la academia militar. Yo era joven,

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«¿Acaso esta mujer malvada, parecida a una bestia acorralada, es su madre?». Sus palabras: «Eres el error de mi juventud» resonaban sin cesar en sus oídos