Acabo de pensar que, quizá, nosotros somos una familia un poco rara dijo Lucía, mientras su esposo la abrazaba con ternura.
Qué suerte tengo de tenerte susurró Alejandro, acariciándole el pelo.
¡Y yo soy feliz porque estás conmigo! respondió ella, sonrojada.
¿Y con quién más iba a estar? rio él. Claro que solo contigo. Eres mi destino. La mejor mujer del mundo.
Lucía no contestó. En lugar de eso, le dio un beso en la mejilla y se apresuró hacia la cocina para sacar la tarta del horno.
Hoy celebraban sus bodas de plata. Habían decidido hacerlo en la intimidad, solo ellos y sus dos hijos: Diego, un estudiante de bachillerato, y Carla, que acababa de graduarse en la universidad y se había independizado.
¿Para qué gastar dinero en un piso alquilado? le había reprochado Lucía cuando su hija anunció su mudanza. Aquí tienes tu habitación, vivimos bien juntos ¿Por qué separarte? Cuando te cases, entonces sí.
Mamá, os quiero mucho, a ti y a papá, pero quiero aprender a valerme por mí misma había respondido Carla, sonriendo. Y no te ofendas, pero cocinas tan bien que, si me quedo, acabaré como un tonel. Tú eres delgada, comes y no engordas, pero yo salí a papá. ¡Necesito cuidarme! Y con tus croquetas y tus postres, es imposible resistirse.
Lucía sonrió al recordarlo. Carla no se parecía en nada a ella. Lucía era menuda, de rasgos sencillos, sin maquillaje y vestida siempre con discreción. Carla, en cambio, era una belleza, heredada de su padre.
Alejandro era un hombre imponente: alto, de hombros anchos, con ese aire que hacía que la gente se volviera a mirarlo. A sus cuarenta y ocho, seguía siendo atractivo, mientras que Lucía, a su lado, pasaba desapercibida. Pero a ella nunca le importó. Sabía que, para Alejandro, era la mujer más deseable del mundo.
***
Se habían conocido en una floristería de Madrid. Lucía, entonces una estudiante universitaria, entraba a comprar un ramo para el cumpleaños de su amiga Marta. Allí estaba él, indeciso entre rosas y peonías.
Señorita, ¿cuál cree que debo elegir? le preguntó, sorprendiéndola.
Lucía, nerviosa, señaló las peonías.
Aunque la mayoría prefiere rosas murmuró.
El joven sonrió, compró las rosas y se despidió con un guiño.
¡Qué tipo más guapo! comentó la florista. Parece un actor.
Horas después, en la fiesta de Marta, Lucía se lo encontró de nuevo. Él era amigo de Jorge, primo de la cumpleañera. Pasaron la noche hablando, ignorando las miradas de reproche de Marta.
A la mañana siguiente, su amiga la acusó de haberle robado el pretendiente que le habían preparado. Lucía, mortificada, no podía creer que un hombre como Alejandro se fijara en ella.
¿Qué tiene que ver conmigo alguien así? se preguntó frente al espejo, justo antes de que él la llamara para invitarla a salir.
Se citaron en el Retiro, donde él le entregó un ramo de margaritas silvestres. Y supo, en ese instante, que estaba perdidamente enamorada.
Nadie creyó que duraran. ¿Qué podía ver un hombre como él en una chica tan corriente? Pero Alejandro solo tenía ojos para ella. Un año después, se casaron.
Una década más tarde, Lucía le preguntó por qué la había elegido.
Podrías haberte quedado con cualquiera. ¿Por qué yo?
Él le tomó la cara entre las manos.
¿Cómo explicar el amor? dijo. Me enamoré de tus ojos, de tu voz, de tu alma. Eres como esas flores del campo que tanto te gustan. Su belleza no grita, pero quien la descubre, nunca la olvida.
***
La cena de aniversario transcurrió entre risas y brindis. Sobre la mesa, un jarrón con flores silvestres. Alejandro siempre se las regalaba en julio, para su cumpleaños, y en cada aniversario.
Alejandro susurró Lucía al acostarse, somos una familia rara.
¿Por qué? preguntó él, divertido.
En veinticinco años, ni una sola pelea. ¿Eso es normal?
¿Quieres que nos peleemos? bromeó, haciéndole cosquillas. ¡Venga, empieza tú!
Ella se retorció, riendo.
¡No, para!
Pues entonces, no dijo él, besándola. Yo tampoco quiero.
Y así, entre risas y besos, celebraron un cuarto de siglo de amor.





