Lo supe esta mañana. Tengo cáncer.
Desperté como cualquier otro día, repasando la lista de tareas pendientes para la boda. Solo faltaban dos semanas y aún debía confirmar el menú con el catering. Sonó el teléfono mientras tomaba el desayuno.
“¿Señorita López? Habla el doctor Martínez. Necesito que venga hoy mismo a consulta para revisar sus resultados.”
Su voz sonaba distinta, más grave. El corazón me latió con fuerza.
“¿No puede decírmelo ahora?”
“Prefiero que lo hablemos en persona.”
Llegué a la consulta con las manos temblando. Javier quiso acompañarme, pero le dije que no hacía falta. Qué error.
“Siéntese, por favor.” El médico evitaba mis ojos. “Los análisis confirman un tumor de tres centímetros. Es cáncer de mama.”
Las palabras me golpearon como un martillazo. Cáncer. Yo. Con veintiocho años. A dos semanas de casarme.
“¿Qué significa esto? ¿Me voy a morir?”
“Con el tratamiento adecuado, las probabilidades son buenas. Pero hay que actuar rápido.”
Salí de allí como un autómata. Debía decírselo a Javier. Cancelar la boda. Llamar a mis padres. Mi vida se desmoronaba.
Esa noche, frente a Javier en nuestro piso, las palabras se atascaban en mi garganta.
“¿Qué te dijo el médico? Estás blanca como el papel.”
“Javier, tengo que contarte algo.” Respiré hondo. “Tengo cáncer.”
Su expresión se quebró. Se levantó del sofá y me abrazó con fuerza.
“Salimos de esto juntos,” susurró contra mi pelo. “Juntos.”
“Pero la boda… hay que cancelarlo todo. El tratamiento, la quimio…”
Javier se separó y me tomó las manos.
“¿Estás loca? Ahora más que nunca quiero casarme contigo.”
“Javier, no sabes lo que dices. Voy a estar enferma, sin pelo, débil…”
“En la salud y en la enfermedad, ¿te acuerdas? Esas serán nuestras promesas.”
Lloré en sus brazos, pero por primera vez desde la noticia, no me sentí del todo perdida.
Dos semanas después, caminé hacia el altar con una peluca castaña que eligió mi hermana. El vestido me quedaba holgado por los kilos perdidos del estrés, pero Javier me miraba como si fuera la mujer más bella del mundo.
“¿Aceptas a Javier como esposo en la salud y en la enfermedad?” preguntó el padre Gutiérrez.
“Acepto.” Mi voz sonó firme.
“¿Aceptas a Lucía como esposa en la salud y en la enfermedad?”
Javier apretó mis manos. “Acepto, sobre todo en la enfermedad.”
La iglesia se llenó de risas entrecortadas y lágrimas.
Esa noche, en nuestra luna de miel en casa porque el tratamiento empezaría pronto, Javier me ayudó a quitarme la peluca.
“¿Sabes lo más irónico?” le dije, mirándome al espejo sin pelo.
“¿Qué?”
“Que creía que el cáncer había arruinado nuestros planes perfectos.” Me giré hacia él. “Pero nunca habríamos tenido una boda más verdadera.”
Javier sonrió y me besó la frente desnuda.
“Los planes perfectos no existen. Prefiero una vida real contigo.”
Al final, el cáncer no destruyó nuestra historia. Solo le dio otro comienzo. Uno que nos enseñó, desde el primer día, que el amor no está en lo fácil, sino en elegirse cuando todo se pone difícil.





