Abuelos ricos que se niegan a ayudar con la entrada del piso: ¿realmente son necesarios?

Los padres de mi marido, Javier, son gente adinerada. Viven en una gran casa en el centro de Sevilla, tienen varios coches y viajan al extranjero con frecuencia. Yo, en cambio, crecí en una familia humilde de un pueblo pequeño cerca de Córdoba. Cuando Javier y yo nos conocimos y decidimos casarnos, la diferencia entre nuestros orígenes no importó. Éramos jóvenes, estábamos enamorados y queríamos laburar nuestro futuro sin depender de nadie. Aunque, claro, no hubiéramos rechazado ayuda si nos la hubieran ofrecido —comenta Lucía, con una sonrisa amarga.

Llevábamos años soñando con tener nuestro propio piso. Estábamos cansados de mudarnos cada poco entre pisos alquilados, donde las paredes se descascarillaban, el grifo goteaba y el casero solo esperaba subir el alquiler. Los padres de Javier sabían de nuestras penurias, pero hacían como si no las vieran. Tenían medios de sobra para echarnos una mano, pero parecía que no les interesaba.

Mis padres viven lejos, en un pueblo de Córdoba. Sus ingresos son modestos, y jamás conté con su apoyo económico. Con los padres de Javier compartíamos ciudad, pero tras la boda decidimos no vivir con ellos; queríamos nuestra independencia. Trabajábamos hasta la extenuación, renunciando a vacaciones para ahorrar. Ellos lo sabían, pero miraban hacia otro lado.

Un día fuimos a visitarlos. Mi suegra, como siempre, preguntó cuándo le daríamos un nieto. Yo, aprovechando el momento, solté:

—Pensaremos en hijos cuando tengamos un hogar. Ahora ni siquiera podemos pagar la entrada de un piso.

Ella asintió con pena, sin decir nada. Su mirada se volvió vacía, como si mis palabras se las hubiera llevado el viento.

Meses después, descubrí que estaba embarazada. La noticia lo cambió todo. Cuando se lo dijimos a los padres de Javier, se alegraron mucho, hablaban de cuidar al niño, de lo que comprarían… Entonces, con el corazón en la mano, les pedí ayuda para la entrada del piso.

Pero mi suegra palideció. Fría, me dijo que no tenían ahorros. ¡Mentira! Solo unos días antes, mi suegro presumía ante Javier de que iban a comprar un coche nuevo. Dinero para un vehículo había, pero no para la casa de su hijo y su nieto.

Contenía las lágrimas, pero la rabia me quemaba por dentro. Nuestro sueño se esfumaba. Resignada, creí que seguiríamos en un piso alquilado, con goteras y humedades. Sin embargo, la ayuda vino de donde menos lo esperaba.

Viajamos a Córdoba para dar la noticia a mis padres. Mamá nos escuchó y, tras un silencio, nos dijo su decisión: venderían su pequeño piso en el pueblo para ayudarnos. Ellos se mudarían con mi abuela al campo, diciendo que estarían mejor.

Intenté disuadirlos, pero fueron firmes. Un mes después, el piso se vendió, y con ese dinero cubrimos la entrada y algo más. Compramos un acogedor piso en las afueras de Sevilla, un nido donde esperar a nuestro bebé con paz.

Hoy somos felices, pero el comportamiento de los padres de Javier aún duele. Prefirieron un coche al bienestar de su hijo y su nieto. Durante todo el embarazo, no llamaron ni una vez. Viven en su burbuja de lujo, ajenos a nosotros.

Ahora sé que un niño no necesita abuelos que antepongan lo material al cariño. Cuando nazca, rodearé a mi hijo de quienes lo amen de verdad. Porque la familia no se mide por los euros, sino por los gestos.

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