**El Abuelo Reencarnado: Cómo un Nieto Le Devuelve las Ganas de Vivir a su Abuela**
Larisa y Pablo viajaron con su hijo Víctor al pueblo para visitar a la madre de Larisa y dejar al niño con su abuela durante las vacaciones. Por el camino, compraron provisiones: embutidos, el pastel favorito de mamá, todo lo que le gustaba. Pero Taisa Denisovna los recibió sin mucha alegría. En la mesa, solo había té, sin más ofrecimientos. Aunque llenaron la nevera hasta arriba, ella casi no probó nada. Y parecía agotada, se fue directamente al sofá.
Afuera, el sol derretía la nieve. Era primavera. Larisa se quedó junto a la ventana, entornando los ojos ante la luz brillante. *”¡Qué hermoso!”*, pensó, recordando a su padre, que había fallecido un par de años atrás. Él siempre recibía la primavera con alegría: *”¡Por fin pasamos el invierno!”*. Su vitalidad, sus bromas, sus abrazos… En cambio, su madre, aunque estricta, era vivaz, capaz de sonreír entre refunfuños. Se querían de verdad. Pero ahora, Taisa parecía apagada. Desde la muerte de su marido, era como si se hubiera perdido.
Llamó su hermana Gala, con voz preocupada:
—Larisa, mamá está muy mal. Dice que está cansada de vivir. Nada le alegra; solo quiere reunirse con papá…
—Iremos con Pablo este fin de semana, te lo prometo —respondió Larisa, aunque el corazón le pesaba. Tal vez debían llevársela a casa. ¿Y si no podía sola?
Además, en casa no faltaban los problemas. La hija mayor, Dalia, era de carácter fuerte, discutía con su padre y amenazaba con irse al cumplir los 18. *”Estoy harta de tanta presión”*, decía. Y el pequeño Víctor no despegaba los ojos del móvil ni de día ni de noche.
—Vamos a ver a tu madre, y nos llevamos a Víctor. Que descanse de la pantalla —propuso Pablo.
Víctor puso los ojos en blanco:
—¡¿Y qué voy a hacer allí?!
—¡Descansarás! —cortó Dalia—. Y nosotros también de ti…
El fin de semana, cargados de bolsas de comida, partieron al pueblo. La madre salió a recibirlos otra vez, pero su mirada seguía apagada. Pablo le guiñó un ojo a Larisa: *”Está fingiendo”*. Sin embargo, parecía débil, rechazó la comida y solo tomó té. Cuando Larisa preguntó si podían dejar a Víctor, Taisa asintió con desgana: *”Quédate con él”*.
Víctor, con el ceño fruncido, se quedó. La abuela se encerró en su cuarto y… rompió a llorar. Y entonces recordó cómo conoció a su Santiago, torpe y tímido, acercándose con nervios. Cómo su tía los había unido… Todo ocurrió en primavera. Y ahora, otra vez primavera. Pero él ya no estaba.
De repente, un grito. La abuela se sobresaltó. ¡Víctor! Se había pillado un dedo y estaba allí, enfurruñado y quejumbroso.
—¿Por qué tan enfadado, Victorito? ¿Tienes hambre? —preguntó ella con ternura.
—Su comida me duele la tripa… No quiero —refunfuñó—. Mejor hazme tu sopa de fideos con leche. Esa dulce, con mantequilla…
El pecho de la abuela se encogió. A Santiago también le encantaba esa sopa. La pedía cuando estaba triste. Y ella, resoplando, se levantó.
—Pero come conmigo, ¿eh? Me aburro solo —añadió Víctor.
Y así empezaron a compartir su vida. Larisa llamaba cada día. Al principio, la abuela respondía con frialdad. Pero poco a poco, se quejaba:
—¡No hay manera de que se limpie los zapatos! Siempre dice que le duele la barriga. Pero ya lo curo: si no le doy dulces, se le pasa al instante. Y ya no trae tierra a casa. ¡Se está volviendo listo!
Pablo se reía:
—¡Pues mejor! Ahora tiene a quién regañar… ¡La vida sigue!
A la semana, los padres volvieron por su hijo. ¡Pero él no quería irse! La abuela apenas contenía las lágrimas.
—Es clavado a Santiago… Igual de terco, igual de cariñoso, igual de pillo…
—No llores, abuela. Volveré pronto —prometió Víctor con seriedad.
—Te espero, Victorito. Tenemos mucho que hacer: el huerto, la verja, mil cosas. ¡Me lo prometiste todo!
—Lo haré, abuela. ¡Palabra!
Taisa sonrió entre lágrimas.
—¡Y que le devuelvan el móvil! Así me llamará —exigió a los padres.
—¡Vaya idea tuviste para juntarlos! —se rio Larisa en casa.
—¡Un clavo saca otro clavo! Nuestro Víctor es capaz de animar a cualquiera. Hasta levantó a mamá del sofá cuando ya tenía un pie en el otro mundo.
Ahora tenía una razón para seguir viviendo. Porque Víctor era la viva imagen de su abuelo. Y la abuela sabía criar bien. ¡Hasta me moldeó una buena mujer! —añadió Pablo.
Y se echaron a reír. Parecía que la vida, al fin, volvía a su cauce.