Abuela, soy tu nieto de seis años

En un pequeño pueblo al sur de Castilla, donde las calles se pierden entre el verde de los olivos y la vida avanza sin prisa, mi destino dio un vuelco inesperado. Yo, Elena Martínez, volvía del trabajo cuando alguien me llamó por mi nombre. Al girarme, me quedé helada: delante de mí había una joven con un niño de unos seis años. Dio un paso adelante y pronunció unas palabras que me dejaron sin aliento: «Elena Martínez, soy Lucía, y este es su nieto, Pablo. Ya tiene seis años».

Me quedé paralizada. Esas personas me eran completamente ajenas, y sus palabras sonaron como un rayo en un día soleado. Tengo un hijo, Javier, un hombre de éxito que está forjando su carrera y espera un ascenso. Pero no está casado, y aunque siempre soñé con ser abuela, jamás imaginé que llegaría así, de golpe, de la mano de una desconocida. La confusión me invadió: ¿cómo podía no saber nada de mi nieto durante seis años?

Quizá fue culpa mía. Crié a Javier sola, trabajando en dos empleos para asegurarle un futuro. Estoy orgullosa de sus logros, pero su vida sentimental siempre me preocupó. Cambiaba de novias como de camisas, sin comprometerse con ninguna. Nunca me entrometí, pero en el fondo recordaba mi juventud: solo tenía veinte años cuando lo tuve. Sin marido, sin apoyo, renuncié a todo, incluso a descansar. Hace unos años, Javier me regaló un viaje a la costa; fue la primera vez que vi el mar. No me arrepiento de nada, pero el deseo de tener nietos siempre estuvo ahí.

Y ahora estaba Lucía con Pablo. Su voz temblaba, pero habló con firmeza: «Dudé mucho en decírselo, pero Pablo es su familia. Tiene derecho a conocer a su nieto. No pido nada, lo he criado sola. Aquí está mi número. Si quiere verlo, llámeme».

Se fue, dejándome hecha un lío. Llamé a Javier de inmediato. Él quedó tan sorprendido como yo. Apenas recordaba a una chica llamada Lucía de hacía años. Ella le dijo que estaba embarazada, pero él insistió en que no estaba seguro de ser el padre. Después, desapareció, y él no le dio importancia. Sus palabras me dolieron. Mi hijo, al que crié con tanto amor, había descartado su posible paternidad como si nada.

Javier aseguraba no saber nada del niño y dudaba que Pablo fuera suyo. «¿Por qué calló seis años? —se quejaba—. ¡Es raro!». Intenté recordar cuándo habían terminado. Dijo que fue en agosto. Mis dudas crecían: ¿y si Lucía mentía? Pero la imagen de Pablo, sus ojos grandes y su sonrisa tímida, no me abandonaba.

Decidí llamar a Lucía. Me contó que Pablo nació en marzo. Cuando le pregunté por una prueba de ADN, respondió con seguridad: «Sé quién es el padre, y no haré pruebas». Lucía añadió que sus padres la ayudaban y que salía adelante. Pablo empezaría primaria ese año, y ella trabajaba para mantenerlo. Su voz era serena, pero transmitía determinación.

«Elena Martínez, si quiere ver a Pablo, no me opongo —dijo—. Si no, lo entenderé. Sé por Javier lo difícil que fue para usted criarlo sola. Por eso quise que supiera de su nieto. Es la única razón por la que vine».

Colgué sintiendo que el mundo se me venía encima. No podía dejar de creer en mi hijo, pero Lucía sonaba sincera. Quería abrazar a Pablo, pero ¿y si no era mi nieto? ¿Y si Lucía me manipulaba? Oscilaba entre el deseo de ser parte de su vida y el miedo a ser engañada.

Mi alma gritaba que ese niño podía ser mi familia, mi oportunidad de sentir el cariño de un nieto. Pero la razón susurraba: «¿Y si es mentira?». Recordaba a Javier corriendo hacia mí de niño, sonriente, y ahora negando la posibilidad de tener un hijo. Lucía, sin embargo, criaba a Pablo con amor, sin pedir nada. Su fuerza me recordaba a la mía años atrás.

No sé qué hacer. ¿Llamar a Lucía y ver a Pablo? ¿Insistir en que Javier haga la prueba? ¿O alejarme, temiendo romperme el corazón? Mi vida, llena de sacrificios por mi hijo, ahora enfrenta un nuevo misterio. Pablo, con su mirada inocente, ya se ganó un lugar en mí, pero la verdad oculta tras seis años de silencio me aterra. Estoy en una encrucijada, y cada paso parece un abismo.

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