«Abuela, mamá ha dicho que hay que llevarte a una residencia». Escuché la conversación de mis padres —un niño no inventaría algo así—
Carmen García caminaba por las calles de un pueblo cercano a Toledo con sus tacones repiqueteando en el adoquín. Sus ojos brillaban con la misma luz que en sus años de juventud, cuando la vida parecía una serranilla interminable. Hoy era especial: por fin tenía las llaves de su propio piso. Un luminoso estudio en un edificio nuevo de Guadalajara, comprado tras dos años ahorrando cada céntimo. La venta de su casa en La Alcarria aportó solo la mitad; el resto lo puso su hija Isabel, aunque Carmen juró devolverlo. «A mis setenta años, con la mitad de la pensión me basta», decía. Los jóvenes —Isabel y su yerno— necesitaban más, con toda una vida por delante.
En el colegio la esperaba su nieta Lucía, de ocho años, coletas al viento. La niña corrió hacia ella, y juntas emprendieron el camino a casa charlando de deberes y amigas. Lucía, nacida cuando Isabel rozaba los cuarenta, era el sol de Carmen. Por ella dejó su pueblo, sus recuerdos entre muros de adobe, y se instaló en la ciudad. Cuidaba a la niña cada tarde hasta que los padres volvían del trabajo, luego regresaba a su pequeño apartamento —a nombre de Isabel, por «seguridad»—. Una formalidad, pensaba.
—Abuelita —interrumpió Lucía, mirándola con ojos graves—, mamá ha dicho que hay que llevarte donde viven viejitos.
Carmen se detuvo como si la hubieran sumergido en agua helada.
—¿Adónde, cariño? —preguntó, notando un frío que le traspasaba los huesos.
—A ese sitio con más abuelos. Mamá le contó a papá que estarás mejor —susurró la niña, cada palabra un martillazo.
—¡Pero si yo no quiero! Prefiero pasar unos días en Balneario de Arnedillo —respondió Carmen, voz temblorosa. El mundo giraba.
—No le digas que te conté —suplicó Lucía abrazándola—. Lo oí anoche. Mamá dijo que ya habló con una señora, pero que esperarán a que yo crezca.
—Callaremos como torres —mintió Carmen al abrir la puerta. Las rodillas le flaqueaban—. Me duele la cabeza. Descansaré un rato, tú cambiate el uniforme.
Se desplomó en el sofá, corazón acelerado, visión nublada. Las palabras de la niña habían roto su universo. Tres meses después, Carmen empacó sus cosas y volvió a La Alcarria. Ahora alquila una casita, ahorra para comprarla. Vecinas y primas lejanas la visitan, pero el pecho le duele como si llevara un canto rodado.
Algunas murmuran: «Es su culpa, debió hablar con Isabel».
Carmen sabe que tiene razón.
—Un niño no inventaría eso —afirma, mirando al horizonte—. Las acciones de Isabel hablan. Ni siquiera llamó para preguntar por qué me fui.
Supone que su hija entendió todo, pero guarda silencio. Carmen aguarda. Aguarda una llamada, una explicación, cualquier palabra. No marca el número: el orgullo y el dolor la encadenan. No se siente culpable, pero la traición de los suyos le quema el alma. Cada amanecer se pregunta: ¿Así termina el amor de una vida? ¿El final será soledad y este vacío que resuena como pasos en una plaza desierta?