**Diario de Magdalena**
Hoy, mientras caminaba por las calles de un pueblecito cerca de Toledo, sentí una alegría extraña en el corazón. Mis tacones repiqueteaban sobre el adoquín como en aquellos años de juventud, cuando la vida sonaba a pasodoble interminable. Por fin, después de tanto ahorrar, soy dueña de mi propio hogar: un luminoso piso de una habitación en un edificio nuevo. Dos años guardando cada céntimo, vendiendo la vieja casa del pueblo, que apenas cubrió la mitad. Mi hija, Lucía, puso el resto, aunque juré devolvérselo. A mis setenta años, viuda, con la mitad de la pensión me basta. Los jóvenes Lucía y su marido necesitan más; toda la vida les espera.
En la entrada del colegio me esperaba mi nieta, Sofía, de ocho años, con sus coletas alborotadas. Corrió hacia mí, y mientras caminábamos a casa, hablamos de cosas sin importancia. Sofía es mi luz, mi tesoro. Lucía la tuvo tarde, casi a los cuarenta, y entonces me pidió ayuda. No quería dejar mi casa en el pueblo, llena de recuerdos, pero por ellas lo dejé todo. Me mudé cerca, cuidando a Sofía: la recogía del colegio, la acompañaba hasta que sus padres volvían del trabajo, y luego regresaba a mi pequeño piso. La propiedad está a nombre de Lucía por si acaso, dicen. Yo no me opuse: solo era un trámite, pensé.
Abuelita dijo Sofía de pronto, mirándome con esos ojos grandes, mamá dijo que hay que llevarte a una residencia de ancianos.
Me quedé helada, como si me hubieran arrojado un cubo de agua fría.
¿Qué residencia, cariño? pregunté, sintiendo un escalofrío hasta los huesos.
Donde viven los abuelitos. Mamá le dijo a papé que estarías mejor allí, que no te aburrirías susurró Sofía, cada palabra un martillazo.
Pero si yo no quiero ir. Prefiero un balneario, descansar un poco respondí, con la voz temblorosa y la cabeza dando vueltas. No podía creer que fueran esas las palabras de una niña.
Abuela, no le digas a mamá que te lo conté me apretó la mano. Lo escuché anoche. Dijo que ya había hablado con una señora, pero que no te llevarían ahora, sino cuando yo sea más mayor.
No se lo diré, mi vida prometí, abriendo la puerta del piso. Las piernas me flaqueaban. No me encuentro bien, tengo un mareo. Voy a echarme un rato, tú cámbiate, ¿vale?
Caí en el sofá, el corazón a mil, todo borroso. Esas palabras, dichas con inocencia, me destrozaron el alma. Era verdad la verdad más cruel, algo que una niña no inventa. Tres meses después, empaqué mis cosas y volví al pueblo. Ahora alquilo una casita, ahorro para comprar algo mío, aunque el apoyo de amigas y parientes lejanos no llena el vacío que llevo dentro.
Algunas murmuran: «Debió hablar con su hija, aclararlo». Pero yo lo sé.
Una niña no inventa eso digo firme, mirando a la nada. Las acciones de Lucía hablan por sí solas. Ni siquiera llamó a preguntar por qué me fui.
Supongo que lo entendió, pero calla. Y yo espero. Espero una llamada, una explicación, aunque no marco su número el orgullo y el dolor me encadenan. No me siento culpable, pero el silencio duele como una traición. Cada día me pregunto: ¿es esto todo lo que queda de mi amor y sacrificio? ¿Mi vejez está condenada al olvido?







