En aquel tiempo, cuando los días aún parecían largos y la vida una melodía sin fin, la abuela Carmen Rodríguez paseaba por las calles de un pequeño pueblo cerca de Toledo. Sus tacones resonaban en el empedrado como antaño, en su juventud, cuando todo era promesa. Aquel día era especial: por fin tenía un hogar propio. Una luminosa y amplia habitación en una casa nueva, el sueño que había alimentado durante años. Casi dos años ahorrando cada céntimo. La venta de la vieja casa en el campo apenas cubrió la mitad; el resto lo puso su hija, Luisa, pero Carmen juró devolvérselo. A sus setenta años, viuda, le bastaba con la mitad de su pensión. Los jóvenesLuisa y su yernolo necesitaban más. La vida les esperaba.
En el vestíbulo de la escuela la esperaba su nieta, Lucía, una niña de ocho años con trenzas. La pequeña corrió hacia ella, y juntas emprendieron el camino a casa, charlando de cosas sin importancia. Lucía era la luz de la vida de Carmen, su tesoro más preciado. Luisa la tuvo tarde, casi a los cuarenta, y entonces pidió ayuda a su madre. Carmen no quería dejar su casa en el campo, donde cada rincón guardaba memorias, pero por su hija y su nieta lo sacrificó todo. Se mudó más cerca, cuidó de Lucíala recogía de la escuela, la acompañaba hasta que los padres volvían del trabajo, y luego regresaba a su pequeño y acogedor hogar. La casa estaba a nombre de Luisapor si acaso, pensaron. Los ancianos son fáciles de engañar, y la vida es impredecible. Carmen no protestó: era solo un trámite, creía ella.
Abueladijo de pronto Lucía, mirándola con ojos grandes, mamá dijo que hay que llevarte a una residencia de ancianos.
Carmen se quedó inmóvil, como si un cubo de agua fría la hubiera empapado.
¿A qué residencia, cariño?preguntó, sintiendo un frío que le llegaba hasta los huesos.
A ese sitio donde viven los abuelos. Mamá le dijo a papá que estarías bien, que no te aburriríassusurró Lucía, pero cada palabra golpeaba como un martillo.
¡Pero si no quiero ir! Prefiero un balneario, descansarrespondió Carmen, con la voz quebrada, mientras un remolino de pensamientos la envolvía. No podía creer lo que escuchaba de boca de una niña.
Abuelita, no le digas a mamá que te lo contémurmuró Lucía, abrazándola. Lo escuché anoche. Mamá dijo que ya había hablado con una señora, pero que no te llevarían ahora, sino cuando yo creciera un poco.
No se lo diré, mi vidaprometió Carmen, abriendo la puerta de casa. Su voz temblaba, las piernas le flaqueaban. No me siento bien, me duele la cabeza. Voy a descansar un rato, tú cámbiate, ¿vale?
Cayó sobre el sofá, con el corazón desbocado y la vista nublada. Aquellas palabras, dichas con inocencia, partieron su mundo en dos. Era verdaduna verdad terrible, despiadada, que una niña no podría inventar. Tres meses después, Carmen empaquetó sus cosas y regresó al campo. Ahora alquila una casita, ahorra para comprar una propia, buscando algún sostén. Sus viejas amigas y parientes lejanos la apoyan, pero en su alma solo hay vacío y dolor.
Algunos murmuran a sus espaldas: «Ella tiene la culpa, debió hablar con su hija, aclararlo todo». Pero Carmen lo sabe bien.
Una niña no inventa esodice con firmeza, mirando al vacío. Las acciones de Luisa hablan por sí solas. Ni siquiera llamó, ni preguntó por qué me fui.
Tal vez su hija lo entendió, pero guarda silencio. Y Carmen espera. Espera una llamada, una explicación, una sola palabra, pero no marca el númeroel orgullo y el dolor la encadenan. No se siente culpable, pero el corazón se le parte ante ese silencio, esa traición de los suyos. Y cada día se pregunta: ¿es esto todo lo que queda de su amor y sacrificio? ¿Está condenada su vejez al olvido y la soledad?






