—Abuela, ¿puedes ser abuela otra vez?
—¿Qué dices, Florecilla? No te entiendo.
—Verás, abuela, todos los niños del barrio tienen abuelas. Unos tienen una, otros dos, y yo tengo cuatro. Dos mías y otra de mamá y otra de papá. Pero Adrián no tiene ninguna. Y me da mucha pena.
—¿Quieres que yo sea su abuela?
—Ay, abuela, no se trata de regalarte, sino de compartirte. Para que también le hagas tortitas y le tejas una bufanda para el invierno.
—Ay, mi cielito… Adrián tenía una abuela, la abuela Natalia. Fuimos amigas desde pequeñas, inseparables. Pero falleció… en un accidente. Justo cuando Adrián nació.
—Abuela, ¿por qué lloras?
—Es duro, cariño. Fueron con el abuelo a recoger a su mamá del hospital. Salieron de mañana, y de repente… un camión enorme. El conductor se durmió al volante… Chocaron. Se fueron los dos. Ay, qué dolor…
—Abuela, no llores. Igual voy a invitar a Adrián. Le encantan tus tortitas. Y también teje unos calcetines para Navidad, ¿vale?
—Claro que sí, mi vida. Pero, Florecilla, no le cuentes nada. Si su mamá no le ha dicho, será por algo. ¿Tú sabes guardar secretos, verdad?
—Sí, abuela. Te lo prometo.
—Eres un sol. Ahora vete al parque que ya es hora de comer.
Salí corriendo y me puse a saltar a la comba. Los chicos estaban frente a la casa de Santi compitiendo a ver quién escupía más lejos. Ganaba Santi, se notaba en sus caras: él se reía, y Nico con Adrián fruncían el ceño.
—¡Chicos! ¡Alguien se ha mudado a la casa vacía! ¡Vamos a ver!
—¡El último es un botarate!
Nos lanzamos todos hacia la calle de al lado. La casa llevaba dos veranos deshabitada, pero hoy había un camión de mudanza y hombres cargando muebles. Nos acercamos. Un señor regordete se quitó la gorra y se secó la frente sudorosa:
—Niños, ¿dónde se puede beber agua por aquí?
—¡Yo puedo traerte del grifo de mi casa!
—¡O de la fuente del parque!
—¿Nos enseñáis?
—Vamos, os la mostramos. Pero… ¿quién se muda?
—Una señora mayor. Una abuelita. Portaos bien con ella, ¿eh? No le queda nadie. Eso es todo lo que sé.
—¡Nosotros somos buenos! ¿Podemos venir mañana a conocerla?
—Claro, venid cuando queráis.
Nos dispersamos, pero Adrián se quedó. Soñaba con ser conductor, hasta le gustaba el olor a gasolina. Se subió al manzano frente a la casa y observó en silencio.
De pronto, una voz sonó justo bajo el árbol:
—Perdona, niño. No quiero molestar, pero no tengo dónde dormir. He perdido las llaves. ¿Podrías entrar por la ventanilla y abrirnos la puerta?
Adrián se quedó quieto, luego asintió.
—Me llamo Adrián. Les ayudo. Solo necesito que los señores me alcancen.
Bajó y se encontró frente a una abuelita menuda, de ojos bondadosos.
—¿Y de qué te gustan las empanadillas, Adriancito?
—De membrillo. ¡Y también de jamón y queso!
—Apuntado está. En un par de días, trae a tus amigos… habrá empanadillas.
Escaló por la ventana y abrió la puerta. La casa estaba polvorienta y vacía. En algún sitio rompió la camisa, y se apenó—su madre se enfadaría. Pero la abuela le dijo que la cosería. Y así fue: al día siguiente parecía nueva.
Desde entonces, Adrián tuvo abuela. Ajena, pero suya. Le tejía manoplas, le leía cuentos, le invitaba a merendar. Hasta su madre empezó a visitarla con él. Hasta que un día, la abuela Lola se puso mala.
Adrián y yo le hicimos papilla. Yo encendía el fogón, él pelaba patatas. Hasta Nico avivó la chimenea cuando empezó el frío. Claro, los adultos nos ayudaban, pero Adrián la cuidaba más que nadie. Al fin y al cabo, era su abuela.
Ahora, como todos, tiene una. Suya. Aunque no sea de sangre. Pero de verdad, de las de siempre.







