**La abuela de la nada**
Lucía dormía como si hubiera pasado tres turnos seguidos sin descanso cuando un golpe seco resonó en la puerta.
—¡Dios mío, quién será a esta hora!— murmuró, girándose en la cama. Pero los golpes continuaban, insistentes, como si alguien luchara contra el tiempo.
Molesta, se envolvió en su bata y se acercó a mirar por la mirilla. Afuera había una anciana arrugada, con un gato enorme en brazos y el rostro pálido, como si la vida se le hubiera escapado.
—¿Quién es?— preguntó Lucía, sin intención de abrir. Las leyendas sobre ancianas así no siempre eran buenas. Pero de repente, la mujer gimió, se deslizó por la pared y cayó. El gato saltó y comenzó a maullar a su alrededor.
—¿Por qué a mí?— suspiró Lucía, abriendo la puerta.
—Señora, ¿se encuentra bien? Llamaré a una ambulancia, tranquila— murmuró, sosteniéndola. La llevó al sofá y marcó el número.
El gato, como si entendiera, se sentó cerca, observándola con atención.
—¿Cómo se llama, abuela?
—Antonia Rodríguez… los documentos están ahí…— señaló su bolso con voz débil.
Lucía buscó los papeles, pero antes de preguntar más, la anciana susurró:
—Pero no iré al hospital… Mi nieto me espera. Si no le llevo el dinero, nos echará a mí y al gato…
—El médico decidirá. No se preocupe por el gato, yo lo cuidaré. ¿Por qué le lleva dinero en lugar de ayudarla?
—No preguntes, niña. No es asunto tuyo…— respondió, apartando la mirada.
Llegaron el médico y la ambulancia. Tras examinarla, insistieron: debía ir al Hospital General.
—¡No iré!
—Vaya, abuela. La visitaré, palabra. El gato estará bien conmigo.
Al día siguiente, Lucía se levantó temprano. ¿Por qué siempre se veía envuelta en dramas ajenos? Pero algo en Antonia le recordaba a su propia abuela.
Sus padres habían muerto cuando tenía 13 años. Alcohol, bebidas adulteradas. Después, el orfanato. Solo una vecina, la vieja Carmen, había iluminado su infancia. Pero también murió. Desde entonces, Lucía estuvo sola.
Ahora, con 23 años, era fuerte e independiente. Al ver la dirección de Antonia, decidió ir.
El edificio en la calle Goya era común. Dos ancianas charlaban en la entrada. En minutos, Lucía supo toda la historia: Antonia había criado a su nieto tras la muerte de sus padres, pero él, al crecer, se unió a malas compañías. Ahora la amenazaba, le exigía dinero e incluso el gato.
Ardiendo de rabia, Lucía subió y golpeó la puerta. Un joven con aliento a alcohol abrió.
—¡Eres una basura! ¿Cómo puedes maltratar a una anciana?— entró, puños apretados. —Recoge tus cosas y lárgate. ¡O te haré pagar!
El chico asintió, y en 15 minutos huyó. Lucía limpió, alimentó al gato y fue al hospital.
Antonia lloró al verla.
—Aquí tiene comida y lo necesario. Su nieto ya no volverá.
—Gracias, hija. Creí que moriría en la calle…
—La necesitamos. Descanse. Volveré mañana.
Una semana después, Antonia volvió a casa.
—Está todo tan limpio… ¿Cómo te lo agradezco?
—¿Puedo llamarla abuela?
—Claro, cariño. Eres como mi propia nieta…
El gato ronroneó, relajado por primera vez.
Un año después, Lucía se había convertido en su nieta verdadera. El otro nieto nunca apareció, hasta que lo mataron en una pelea. Lucía no sintió alegría, solo tristeza: pudo haber sido diferente.
Dos años más tarde, conoció a Pablo, un médico joven y amable que trataba a Antonia con cariño.
—No dejes escapar a ese chico, niña— susurraba Antonia.
Cuando Pablo se declaró, Lucía lloró. Tuvieron un hijo, y Antonia se convirtió en bisabuela feliz.
Vivieron juntos doce años más. Antonia murió a los 95, en paz, con la mente clara hasta el final.
Lucía lloró desconsolada, pero Pablo y sus hijos la sostuvieron. El gato ya no estaba, pero otro, rescatado de la calle, ocupó su lugar.
Al vaciar la casa, encontraron un sobre:
*”Lucía, mi niña. Me diste más felicidad de la que merecía. Gracias por ser mi nieta. Hay un regalo en el aparador. Te lo has ganado.”*
Era la escritura de la casa y un sobre con dinero: todo lo que Lucía le había dado del alquiler de su piso.
Lucía y Pablo vivieron felices, rodeados de familia. Y en el centro de su hogar, siempre estuvo la foto de Antonia y su gran gato.
Aprendí que a veces, la familia no es la que te toca, sino la que eliges. Y que el amor verdadero siempre regresa, aunque venga de donde menos lo esperas.