— Bueno, me voy… Raquel.
— Vete.
— Me marcho, Raquel, ¿me escuchas?
— Vete, Antonio, vete.
Solo cuando la puerta se cerró tras Antonio, Raquel dejó escapar las lágrimas. Se sentó en el viejo sillón heredado de su abuela, con las piernas recogidas, y lloró. En silencio, como cuando era niña y temía que alguien la oyera. Lloró hasta que empezó a sollozar como una cría.
¿Cómo vivir sin Antonio? ¿Sin el hombre con el que había compartido tantos años?
Raquel se levantó para preparar la cena, pero se detuvo. ¿Para qué? Antonio ya no estaba. ¿Qué sentido tenía? Se dejó caer de nuevo en el sillón, y las lágrimas volvieron a brotar.
Pero entonces recordó a los niños. Pronto llegaría su hija Marta, universitaria, hambrienta después de las clases. Después vendría su hijo Hugo, que se demoraría en el entrenamiento de fútbol. Ellos sí tenían hambre, había que darles de comer. Raquel se obligó a levantarse, se secó los ojos y fue a la cocina.
Al recordar los años con Antonio, volvió a romper a llorar. ¿Cómo? ¿Cómo vivir sin él?
Por la noche, los hijos entraron ruidosamente en casa, como siempre, empujándose y bromeando. Pero pronto notaron la ausencia del padre.
— Mamá, ¿dónde está papá? ¿De viaje? —preguntó Marta.
— Sí, ¿dónde está? —añadió Hugo.
Raquel no pudo contenerse. Las lágrimas brotaron de nuevo, se dejó caer en una silla y lloró desconsoladamente.
— Mamá, ¿qué pasa? ¿Está en el hospital? —se alarmó Marta.
— No… se ha ido… —logró decir Raquel—. Para siempre… con otra mujer.
— ¿Qué? —exclamaron ambos a la vez—. Mamá, ¿es una broma?
Pero no lo era.
A Hugo le tembló el labio. Aunque era deportista, con trece años seguía siendo un niño. Miraba a su madre y a su hermana, perdido, a punto de llorar.
— Vale —Marta se frotó la frente con decisión—. Hugo, al baño, lávate y haz los deberes. Mamá, basta de llorar. Hay que pensar qué hacer.
Marta era práctica, rápida, resolutiva. Hugo, sin rechistar, obedeció.
Más tarde, Marta entró en la habitación de su hermano.
— ¿Estás llorando?
Hugo negó con la cabeza, sin levantar la vista.
Marta lo abrazó, le despeinó el pelo.
— Saldremos adelante, Huguito. ¿Me oyes? Somos una familia, y él está solo. Lo tiene peor.
— ¿Que lo sienta? —gritó Hugo entre lágrimas.
— ¿Sentir? Buena idea. Seremos felices, los más felices. Y él se dará cuenta del error que cometió.
Después de calmar a su hermano y a su madre, Marta fue al baño y, al fin, dejó salir sus lágrimas. ¿Cómo? ¿Cómo su padre, el mejor padre del mundo, había podido hacer eso? No era ningún Adonis, un tipo normal con unos kilos de más, achicharrado por las empanadas de mamá. Su humor era regular, solo ella se reía de sus chistes. Conducía un coche viejo que arreglaba él mismo. Trabajaba como jefe de un pequeño departamento en una fábrica, con un sueldo modesto.
Pero en su casa nunca había faltado nada. Marta presumía ante sus amigas de que su padre era el único fiel. Y resultó que no…
Las lágrimas corrieron, y Marta las limpió con agua fría.
La vida siguió, tranquila, pero sin el padre. La palabra “papá” desapareció de su vocabulario. Ahora decían “él” o “tu padre”, y cada vez menos.
Un día, Marta escuchó a su espalda:
— Martita, ¡espera!
Se dio la vuelta. Detrás, corriendo sin aliento, iba su padre: ridículo, con un traje ajustado y una corbata que parecía estrangularlo.
Marta apartó la mirada y aceleró el paso.
— Hija, ¡espera! —rogó él.
— ¿Qué quieres? —le espetó fríamente.
— Toma, dinero… —Antonio le tendió un fajo de billetes—. Hay bastante. Ven a vernos, Martita. Patricia es buena, vende abrigos de piel. Te elegiremos uno. ¡Y a tu madre le regalaremos uno de visón para su cumple! Patricia me lo permite. Pronto volamos a Italia, a por más abrigos…
— Vete… a freír espárragos —cortó Marta.
— ¿Por qué espárragos, hija?
— A por abrigos. No puedo decir las otras tres letras… la educación no me lo permite… papá.
Antonio se quedó petrificado, como si lo hubieran mojado con agua helada. Sabía que en casa faltaba dinero. Vivían con lo justo, y encima él… se lió con Patricia.
Todo empezó con un colega, Paco. Lo invitó a casa de una amiga, y allí estaba Patricia. Al principio no le gustó: demasiado llamativa, vulgar, grande como una osa. Lo miraba como si quisiera devorarlo. Antonio se quedó un rato y se fue a casa.
Esa noche mintió por primera vez a Raquel, dijo que había trabajado tarde. El corazón le latía fuerte, la vergüenza lo ahogaba. Raquel pensó que estaba enfermo, pero solo era la culpa, que le subió la fiebre.
Luego Paco lo convenció otra vez: “¡Media horita!” Y otra vez Patricia.
— Pero, ¿qué haces, Toño? ¡Ella trae abrigos de Italia, tiene dos locales en el mercadillo! ¡Le comprará uno a Raquel, lo que quieras!
— ¿Para qué quiero yo eso? Tengo a Raquel.
— ¡Anda ya! Se aburrirá sola. ¿Qué pierdes? ¿Un abrigo de visón para Raquel, quieres?
— Quiero…
Y fue. Y otra vez, y otra. Todo por ese maldito abrigo. Ni él mismo supo cómo acabó en la cama con Patricia. Lloró de camino a casa, asqueado, avergonzado ante Raquel. Hasta que ella lo descubrió… y no lo perdonó. Lo echó.
Patricia estaba encantada.
Esa noche, Marta estaba más seria que un juez.
— Martita, ¿ha venido a verte? —preguntó Hugo, titubeante.
— ¿Y a ti?
Su hermano asintió.
— Le dije que no se acercara. Lo odio, es un traidor.
Marta asintió.
Antonio se consumía de pena.
— ¿Qué te pasa, Antonito? —preguntó Patricia.
— Los niños no quieren hablarme. Raquel tampoco… Les ofrecí dinero, pero son… orgullosos. Sé que lo están pasando mal…
— Bueno, ella te echó —se encogió de hombros Patricia.
— Me echó… Pero, ¿cómo lo supo? Si lo hicimos todo en secreto…
Patricia se levantó de la lujosa cama, como Antonio nunca había visto, dejó la copa de champán en la mesa. Bebía mucho champán y comía fresas, obligándolo a él también, aunque odiaba el champán y era alérgico a las fresas.
— Se lo dije yo —soltó Patricia, indiferente.
— ¿Cómo?
— Pues eso. No me creía, hasta que le describí tu lunar y… que lloras cuando… bueno, de la emoción.
— ¿Tú? ¿Por qué, Patricia? ¡Me echó!
— ¿En serio? ¿Y cómo ibas a quedarte conmigo? Toño, ¿qué haces? ¿Adónde vas?
— A casa. Con mi mujer, con mis hijos.
— ¡Te echó, tonto!
Antonio salió corriendo hacia su casa, bajo la lluvia, con el corazón latiéndole tan fuerte que casi le dolía, dispuesto a arrodillarse si era necesario para recuperar lo único que de verdad importaba: su familia.