¡Ábreme la mochila, ahora! En la cámara se ve todo, no podrás escaparte. ¡Sácalo todo!
Las palabras cortaron el silencio. En la nave de la fábrica de calzado de Zaragoza, el ruido de las máquinas se apagó de golpe. La capataz, la Señora Delgado, cruzó los brazos, su mirada gélida clavada en María, una mujer delgada, con los ojos enormes y cansados. Alrededor flotaba el olor a cuero curtido, a pegamento y a invierno.
María aferró la mochila contra el pecho como a un hijo. Luego sacudió la cabeza.
Por favor
En la cámara se ve con claridad dijo la Señora Delgado, sin alzar la voz. Sácalo todo.
Los dedos de María temblaron al abrir la cremallera. Sacó un sándwich envuelto en papel, un par de gruesas medias, el cuaderno de vales y, por fin, una pequeña pareja de botines: piel de becerro, forrados de felpa, con dos estrellas plateadas a los lados. Un tesoro invernal.
¿Para quién son? preguntó la capataz, más bajo.
María tragó saliva.
Para Nerea, mi hijita. Lleva botas rotas. Se le helan los pies.
¿Y por qué no pediste un anticipo?
Porque ya no tengo a quién dejar la garantía. Ni a quién llamar. Estoy sola. Su padre se fue.
En la nave alguien tosió. Una compañera dio un paso al frente y se detuvo. La Señora Delgado tomó los botines, acarició las costuras, tiró de la cremallera. Eran perfectosproducto de su obra, del trabajo de todas. Entonces notó: en la suela, María había escrito con un bolígrafo el número 29, la talla de Nerea.
Te despido por hurto, ¿lo sabes? cruzó la capataz.
María asintió, sin lágrimas. La vergüenza no hace ruido.
Por favor dame solo un día. Mañana es la víspera de San Nicolás.
No negociamos cortó la capataz. Vete a casa. Yo te llamaré.
María salió tambaleándose, como si la puerta la empujara fuera. La nave recobró su bullicio.
Al caer la noche, en su oficina, la Señora Delgado revisó los registros. Vio todo: cómo María había observado minuto a minuto aquel par de botines, cómo los había levantado a la luz para admirar la felpa; cómo había rozado la suela con el rostro por un instante; cómo los había guardado temblorosa en la mochila, como si metiera dentro una pizca de esperanza.
Sobre la mesa, junto al té olvidado, reposaba un cuaderno de anotaciones: bonificaciones de Navidad, vales, primas. Solo cifras. Nada sobre el frío que calienta un par de botines para un niño.
Cogió el teléfono, buscó la dirección de María en el expediente de empleados y la anotó en un papel. Luego se levantó, entró al almacén, eligió otra pareja de botinesmisma talla, misma felpa, pidió a las chicas de empaquetado que le pusieran un lazo rojo y salió.
La nieve había empezado a caer ligera. El bloque de María, en el barrio viejo, tenía una escalera oscura y helada. La Señora Delgado subió hasta el tercer piso, la caja bajo el brazo. Golpeó.
Le abrió una niña con el pelo recogido en dos coletas torcidas. Nerea. Vestía un camisón delgado y medias desparejadas.
Mamá no está está en la tienda, a comprar pan.
Entonces, ¿puedo entrar un momento, si me lo permites?sonrió la capataz.
El pasillo olía a la hoguera del horno y a una pobreza limpia, a preocupación. En la mesa había un viejo guante lleno de naranjas dibujadas con crayónuna señal para Papá Noel, tal vez.
¿Cómo te llamas?
Nerea. ¿Y usted?
Yo soy una amiga del trabajo de tu madre.
La Señora Delgado dejó la caja sobre la mesa.
Nerea, ¿sabes quién viene esta noche?
Papá Noel. Pero creo que el año pasado se equivocó de dirección. Tocó a nuestra puerta y no encontró nada. Tal vez vaya a la casa de la vecina ella tiene una ventana más grande.
Papá Noel nunca se equivoca dijo la capataz, con un nudo en la garganta. A veces se pierde entre las penas de la gente, pero cuando descubre un corazón valiente nunca lo olvida.
Abrió la caja. Los botines iluminaron la habitación como una lámpara cálida. Nerea llevó la mano a la boca.
¿Para mí?
Para ti. Que tus pies estén calientes y tu frente alta.
La niña acarició la felpa y, sin dudar, la abrazó. Era el abrazo que los niños dan cuando reconocen la bondad.
Se volvió a abrir la puerta: María, con la cara roja por el frío. Al ver a la capataz, se detuvo.
Señora lo siento mucho. Mañana traigo los botines
No traigas nada más dijo la Señora Delgado en voz baja. Estos son para Nerea.
Me voy, lo sé
No te vas a ninguna parte. Mañana vienes a la oficina. Haremos un plan. Un anticipo fijo para el invierno, una hora de trabajo más corta para que puedas llevar a tu hija al jardín, y una lista de a quién llamar si necesitas ayuda. En la fábrica pondremos una caja solidaria: Suela buena.
Para quien pise en inviernos duros.
María sacudió la cabeza, sin saber cómo sostener en pie esas palabras. Quiso decir gracias, pero los ojos se le llenaron de lágrimas.
¿Y por qué?
Porque no quiero dirigir una fábrica de calzado. Quiero mantener a la gente en pie, no solo hacerles botas. Hoy me ha enseñado la lección esa niña tuya.
Nerea pasaba los dedos por la felpa de los nuevos botines. Ya se escuchaba en la escalera a un vecino que golpeaba una puerta, el viento se colaba entre los tacones y la nieve intensificaba su paso. En la cocina, la sopa empezaba a perfumar a hogar.
La Señora Delgado salió a la noche con el corazón ligero.
A la mañana siguiente, en la nave, los empleados hallaron una gran caja con una etiqueta escrita a mano: Suela buena para nuestros inviernos. Dentro había medias gruesas, guantes, vales de comedor donados y botines. Las chicas se miraron, sonriendo.
En aquella nave, con olor a cuero y pegamento, algo cambió por dentro, como un nuevo forro. Y, por primera vez tras mucho tiempo, el invierno parecía sólo una estación, no una sentencia.
A veces, entre robo y grito de ayuda sólo hay una suela de niño. Cuando decides escuchar antes de juzgar, no solo salvas un puesto de trabajo, salvas el camino de alguien en el mundo.






