Abandonó a su pareja llamándola sirvienta, pero al regresar, se encontró con una sorpresa inesperada.

Desde pequeña, Lucía había escuchado que las mujeres de su familia estaban condenadas a la desgracia. Su bisabuela perdió a su marido en la guerra, su abuela arruinó su salud en una fábrica, y el padre de su madre las abandonó cuando ella solo tenía tres años. Lucía imaginaba que su matrimonio también terminaría en drama. No lo deseaba, pero la sombra de esa maldición familiar parecía perseguirla.

Conoció a su futuro esposo, Javier, en un taller a las afueras de Zaragoza, donde ambos trabajaban. Él arreglaba máquinas, ella clasificaba piezas. Se unieron en la cantina común, charlando durante el descanso. Decidieron casarse rápido, celebraron una boda sencilla y se mudaron a su pequeño piso de dos habitaciones en la calle Soledad. La abuela ya había fallecido, y aquel lugar se convirtió en su hogar.

La vida siguió su curso. Primero nació su hijo Santiago, luego el pequeño Pablo. Poco después, murió la madre de Lucía. Ahora ella se enfrentaba a la crianza y las tareas del hogar sola. No se quejaba: Javier ganaba el dinero, y su labor era cuidar de la casa y los niños.

Pero años después, algo cambió. Javier empezó a llegar tarde del trabajo, mencionando cada vez más a una compañera joven que le “ayudaba con los informes”. Lucía notaba cómo se distanciaba: llegaba solo para cambiarse, a veces ni siquiera dormía en casa. Lo entendía todo, pero el miedo a quedarse sola con los niños la paralizaba.

—Déjala, piensa en tus hijos—, se atrevió a decirle un día.

Javier guardó silencio. Ni excusas ni gritos, solo ese frío mutismo.

Lucía seguía ocupándose de él: cocinaba, lavaba sus camisas.

—Solo sabes servir—, le escupió con desprecio tras otro intento de hablar.

Ella esperó, confiando en que recapacitara. Pero una noche, Javier hizo las maletas.

—¡No nos abandones, te lo suplico! ¡No dejes a los niños sin padre!—, lloró Lucía.

—Eres una simple criada—, cortó él, mirándola con asco.

Sus hijos lo oyeron. Santiago y Pablo, abrazados en el sofá, vieron cómo su padre se iba. No entendían por qué. ¿Habrían hecho algo mal? ¿Se habría equivocado su madre?

Los niños lo vieron todo: las lágrimas de Lucía, su lucha por contenerse, su dedicación absoluta. Intentaban ayudar: fregaban los platos, limpiaban la casa. Lucía vivía por y para ellos. Ni siquiera pensaba en otro amor; sus hijos eran su mundo.

Pero el destino tenía otros planes. Un día, en el supermercado del barrio, Lucía dejó caer un paquete de arroz. Un hombre lo recogió al instante.

—¿Te ayudo con las bolsas?—, preguntó con una sonrisa.

Lucía se turbó, pero él, sin esperar respuesta, cogió sus compras.

—Bueno, yo me encargo—, dijo, y charlaron camino a casa.

Se llamaba Álvaro. Era afable, de voz suave y con una ligera cojera. Lucía le dio las gracias y se despidió, sin esperar volver a verlo. Pero Álvaro empezó a aparecer en el mismo supermercado, como si planease los encuentros. Así comenzó todo.

Lucía limpiaba escaleras para ganar algo extra. Sus hijos solían ayudarle, pero ese día lo hizo sola.

—¿Necesitas una mano?—, sonó su voz conocida.

Álvaro estaba allí otra vez. La ayudó a terminar y, esa noche, Lucía lo invitó a cenar. Llegó con traje, un ramo de margaritas y una caja de pasteles.

—Buenas noches—, dijo, ofreciendo los dulces a los niños.

Santiago, el mayor, olió los pasteles como un perrito, y todos rieron. La tensión se esfumó. Durante la cena, Lucía dejó caer una cuchara y Álvaro la atrapó al vuelo.

—¿Jugabas al baloncesto?—, preguntó Pablo.

—En el instituto, hace siglos—, sonrió él.

—¡Te enseñaremos nuestra cancha!—, propuso Santiago. —Mis amigos y yo jugamos.

Al día siguiente, se vieron de nuevo. Álvaro confesó:

—Habrás notado que camino lento y hablo con calma. Tuve un accidente grave. Mi esposa no quiso quedarse conmigo. Ahora, quizá tú tampoco quieras verme.

Lucía calló, evitando incomodarlo.

—Si mis chicos no te molestan, ven cuando quieras—, respondió al fin, sonriendo.

Álvaro se convirtió en parte de sus vidas. Era cariñoso, jugaba con los niños, ayudaba en casa. Al principio, les costó acostumbrarse, pero pronto le tomaron cariño. Álvaro era el padre que Javier nunca había sido. Jugaban al baloncesto, invitaban a amigos, y la casa se llenó de risas.

Pasaron los años. Santiago tuvo novia, Pablo descubrió la música. Un día, Santiago fue a Álvaro en busca de consejo; confiaba plenamente en él. Pero una tarde, llamaron a la puerta. Lucía abrió y se quedó helada. Era Javier.

—Me equivoqué—, dijo. —Quiero enmendarlo.

—¡Lárgate!—, gritó Santiago, apretando los puños.

—¿Cómo te atreves a hablarme, mocoso?—, rugió Javier.

—¡No le hables así a mi hijo!—, intervino Álvaro, avanzando.

Estaba listo para defenderlos.

—¡No te queremos!—, chilló Pablo, empujando a su padre hacia la puerta.

La cerró de un portazo.

—Que no se le ocurra volver—, masculló.

Lucía miró a sus hombres: Santiago, Pablo y Álvaro. Su protección, su apoyo. Había construido una familia de verdad, pese a todo. Y en ese momento, era más feliz que nunca.

Rate article
MagistrUm
Abandonó a su pareja llamándola sirvienta, pero al regresar, se encontró con una sorpresa inesperada.