Me llamo Carmen Rodríguez y vivo en Segovia, donde las tierras de Castilla abrazan las riberas del Tajo. A menudo escucho a hombres lanzar reproches contra nosotras: que les usamos, les engañamos, somos así o asá. ¿Pero acaso se miran ellos al espejo? ¿Qué son sino criaturas vanas y egoístas? Por eso escribo, para vaciar este dolor que me quema el alma como brasa viva.
Con mi Andrés compartí 27 años de felicidad. Construimos un hogar, criamos a dos hijos —Alejandro y David—, ahora con nietos que llenan de risas la casa. Siempre nos entendimos, compartiendo penas y alegrías. Pero al cumplir los 53, algo se quebró. Empezó a llegar tarde del trabajo, pasaba horas ante el espejo y los fines de semana desaparecía. Primo lo supe: se había encaprichado con una veinteañera. Estuve dispuesta a perdonarle si rectificaba, pero me escupió que yo «había envejecido», que no le comprendía. Le ardía la pasión por ella. ¿Y a ella qué le importa? ¿Su cuerpo marchito? Solo ansía su cuenta bancaria. Cuando se quede sin euros, lo tirará como a un trapo sucio.
Nuestros hijos intentaron hacerle entrar en razón. «Nos avergüenzas», le dijeron. Pero él los miró con ojos vacíos, como si fueran extraños. Llegué al límite: amenacé con el divorcio, pensando que reaccionaría. Él aceptó al instante, como si lo esperara. Ahora, en sus sesenta, vive con esa chiquilla en Madrid, mantiene a su hijo ajeno mientras nuestros nietos crecen. Yo habito esta casa donde cada rincón susurra recuerdos. Él juega a reinventarse lejos.
No culpo a la mocosa. Tejió su trampa para sobrevivir. Él es solo un nefio cegado por la crisis de los cincuenta. ¿Cree que a su edad construirá una familia? ¿Que esa muñeca de feriar le dará hijos? ¡Iluso! Yo no busco otro hombre. Bastante tuve de mentiras. No quiero lástimas ni consejos. Pasé por el infierno: rabia que ahogaba, noches en vilo. Destrozó mi vida cuando menos lo esperaba. Pero aquí sigo.
Tengo a mis hijos y nietos —mi luz—. ¿Y él? Pronto verá su error. Ella no le preguntará si tomó la medicación, ni le lavará el pijama, ni le guisará cocido. Para ella es solo un monedero con piernas. Y cuando llame a mi puerta —que lo hará—, encontrará silencio. Ni los niños ni yo olvidaremos su traición. Cambió a los suyos por un capricho barato.
A veces sueño con el joven Andrés de melena oscura, el que me hacía reír al oído. Luego despierto y recuerdo al extraño que eligió un espejismo. Duele, pero no me rendí. Cada mañana veo a los nietos jugar en el patio y sé por qué respiro. Él cosechará soledad, el desprecio de quienes lo amamos. Creía comprar juventud, pero el cariño no se vende. Cuando ella le exprima hasta el último céntimo, quedará como un viejo patético. Nosotros seguiremos aquí, unidos. Esa es mi venganza: la entereza que jamás pudo arrebatarme.