Mi nombre es Carmen Gutiérrez, y resido en Ávila, donde la región de Castilla y León se extiende entre campos y bosques. Hace poco, me encontré por casualidad en una tienda con una amiga de la universidad, Elena. Parecía preocupada, casi perdida, y me insistió en que charláramos un rato. Mientras la esperaba en la cafetería donde habíamos quedado, recordé que llevábamos años sin vernos. Solo sabía de ella por rumores: había terminado con su amado Nicolás por alguna razón enigmática y volvió al pueblo natal. Ni siquiera imaginaba que él, tras desaparecer un tiempo, había reaparecido en la ciudad. Mientras pensaba en lo que podría haberla afectado tanto, esperé su llegada.
Comenzamos recordando los días de estudiantes: despreocupados, llenos de risas y sueños. Luego, Elena se abrió y me contó lo que ocurrió después de que perdiéramos contacto. Era tremendamente feliz con Nicolás; su amor parecía eterno. Hacían planes: boda, hijos, una casa, una vida juntos hasta la vejez. Elena lo veía como su caballero, con quien estaba dispuesta a atravesar cualquier desafío. Pero un día soleado, todo se vino abajo. En vez de pedirle matrimonio, Nicolás fríamente le dijo que su relación estaba condenada. Para él, Elena, una joven de un pequeño pueblo cerca de Ávila y de una familia humilde, era un lastre. No tenía ni conexiones ni riqueza, nada que pudiera ofrecerle “perspectivas”. Necesitaba a otra: una ambiciosa, de la élite urbana, con dinero e influencia para impulsar su carrera.
Su corazón se rompió por la humillación. Aunque las lágrimas la ahogaban, reunió lo poco de orgullo que le quedaba, le deseó felicidad —amarga como la hiel— y regresó a casa, al pueblo. Allí, curó sus heridas, encontró un trabajo modesto e intentó olvidar. Pronto, el destino la unió a Sergio. No tenía títulos, pero su bondad, inteligencia y lealtad derritieron el hielo en su corazón. Sergio se casó con ella, y pronto se mudaron del pueblo, lejos de sus padres. Juntos afrontaron las dificultades, apoyándose mutuamente. Sergio comprendió que en un pequeño pueblo no tenían futuro, y le propuso arriesgarse. Vendieron un terreno que había heredado Elena y compraron una casa en Madrid.
Sergio, un manitas, rápidamente encontró empleo en un taller mecánico. Elena, por su parte, trabajó como contable, aprovechando su formación. Pero la vida les presentó nuevos retos: nacieron dos hijos y el dinero empezó a escasear. Entonces, Sergio decidió lanzarse: dejó su trabajo y abrió su propio taller. Sus manos de oro obran milagros: los clientes no dejaban de llegar, y el negocio creció como la espuma. Durante todos esos años, Elena nunca discutió con su esposo. Agradecía a Dios por alejarla del arrogante Nicolás y darle a un hombre así de auténtico y honesto.
Pero el pasado volvió como una sombra. Hace unos meses, se cruzó con Nicolás en la calle. Elena intentó pasar de largo, fingiendo no verlo, pero él la llamó. La miró fijamente antes de soltar: “¡Dios mío, Elena, estás aún más hermosa! Sabes, te ves mejor que entonces”. Ella se mantuvo en silencio mientras él hablaba apresurado: se casó con una mujer mayor, una rica heredera que lo introdujo en un mundo de lujo y contactos. Pero todo fue una farsa: había apostado con sus amigas que lo enamoraría, y tras el divorcio lo dejó sin un centavo. Ahora es pobre, solitario, con sueños rotos.
Le imploró a Elena que le contara sobre su vida. Al oír que estaba casada con un humilde mecánico, se quedó atónito, como si un rayo lo hubiera alcanzado: “¡Estás loca! —exclamó—. Déjalo, regresa conmigo. Volveremos a ser como antes, la pareja ideal, conquistaremos el mundo”. Su descaro la dejó anonadada. Escuchó sus disparates incrédula: ¿cómo podía ser tan ciego, tan descarado? Elena lo interrumpió abruptamente, se despidió con frialdad y se marchó, por segunda vez cerrando la puerta tras él.
Ahora me siento y pienso: cómo juega el destino con nosotros. Nicolás, aquel arrogante sinvergüenza, la dejó por el brillo de la riqueza, y ella, una simple chica de pueblo, encontró la felicidad donde él ni soñaba buscarla. Sergio le dio un hogar, una familia, amor verdadero, no el oro falso que perseguía su ex. Elena brilla, sus hijos crecen y el negocio de su esposo prospera. ¿Y Nicolás? Quedó con las manos vacías y palabras miserables, intentando recuperar lo que él mismo destruyó.
Amigos, para aquellos que fueron abandonados, sepan que a veces la pérdida no es un final, sino un comienzo. Elena perdió una ilusión, pero encontró una vida, auténtica, llena de calor y sentido. Al mirarla, entiendo que su victoria está en la fortaleza de su espíritu, en su capacidad para seguir adelante a pesar del dolor. Y aquellos como Nicolás, siempre perseguirán espejismos, perdiendo lo que realmente vale. Elena demostró que de las cenizas de la traición se puede construir una felicidad sólida, como una roca, y brillante, como el sol sobre Ávila.