16 de octubre, 2023
Todo comenzó con una insistencia. Beatriz llevaba semanas insistiendo en que viajásemos a ver a su bisabuela, doña Carmen de la Vega. La anciana, de noventa y ocho años, vivía sola en una casita a las afueras de Córdoba, y cada visita podía ser la última. Pero yo, Álvaro López, siempre tenía una excusa: el trabajo, el cansancio, o simplemente no me apetecía.
—Por favor, Álvaro —me rogaba—, ella juró contarnos el secreto que salvó su matrimonio con el bisabuelo. Pero solo si vamos los dos juntos.
Arqueé una ceja.
—Si el secreto es tan milagroso, ¿por qué no me lo has contado antes?
—Porque lo prometió. Dice que son palabras mágicas, las que toda pareja debe conocer. Estuvieron juntos sesenta y dos años, hasta que él murió. Ni una sola vez pensaron en divorciarse.
Suspiré. No creía en magias ni en consejos de otra época. Pero ante la esperanza en los ojos de mi mujer, cedí.
—Vale. Pero poco tiempo. Vamos, hablamos y nos volvemos.
Doña Carmen nos recibió acostada en su cama, impecablemente arreglada. A pesar de su edad, sus ojos brillaban con lucidez. Sonrió débilmente a Beatriz y me estudió un largo momento.
—¿Habéis venido por las palabras? —preguntó con voz frágil.
—Sí, abuela —asintió Beatriz—. El secreto que mantuvo viva vuestra unión.
La anciana cerró los ojos un instante antes de susurrar:
—Nos lo dio un cura viejo. Nos casamos en un pueblo perdido de Jaén porque no había más iglesias. Él nos dijo: «Recordad: hasta el divorcio, solo hay un paso».
Fruncí el ceño.
—¿Un paso?
—Sí. Uno equivocado. Una palabra dura dicha con rabia. Una mirada a otra persona, un día que sales y no vuelves a tiempo. Destruir un matrimonio es fácil. Mantenerlo, eso es trabajo. Y cada vez que os peleéis, os enfadéis o penséis en lo peor, acordaos: hasta el divorcio, solo hay un paso. Si lo das, quizá no haya vuelta atrás.
El silencio llenó la habitación. Beatriz bajó la mirada. Yo me levanté y me acerqué a la ventana, pensativo. Al fin, hablé:
—Mis padres se divorciaron cuando yo tenía diez años. Todo empezó con un paso. Mi padre se fue a dormir a casa de un amigo. Mi madre no se lo creyó. Palabra tras palabra… y todo se desmoronó.
Me volví hacia Beatriz.
—Y nosotros llevamos tiempo al borde.
Ella asintió, conteniendo las lágrimas.
El viaje de vuelta a Sevilla lo hicimos con las manos entrelazadas, sin hablar. Los dedos apretados, como si temieran soltarse. Al llegar, me detuve, la abracé y le susurré:
—Prometámonos que nunca daremos ese paso.
Beatriz asintió. Y en ese instante, supimos que no solo llevábamos el recuerdo de la bisabuela, sino también un apoyo real. A veces, una sola frase basta para cambiar una vida.
**Lección aprendida:** El amor no se mide en grandes gestos, sino en los pasos que decidimos no dar.