A regañadientes, voy con mi hijo a visitar a mi madre.

Oye, te cuento lo que me ha pasado… Me voy de mala gana con mi hijo a casa de mi madre. Me duele tener que irme, pero aún así hago las maletas y salgo con mi pequeño, Lucas, hacia casa de mi madre, Carmen Ruiz. Todo porque ayer, mientras paseaba a Lucas, mi marido, Javier, decidió ser “hospitalario” y alojar a su prima Lucía, su marido Alberto y sus dos niños, Sofía y Mateo, en nuestra habitación. ¡Sin preguntarme ni nada! Soltó un “Tú y Lucas podéis quedaros en casa de tu madre, allí hay espacio”. Sigo flipando con el morro que ha tenido. ¿Esta es nuestra casa, nuestra habitación, y ahora soy yo la que tiene que hacer las maletas para dejar sitio a unos desconocidos? No, aquí se ha pasado de la raya.

Todo empezó cuando volví del paseo con Lucas. Estaba agotado, quejándose, y yo solo quería acostarlo y tomarme un té en paz. Pero al entrar en el piso, ¡madre mía, el lío que había! Lucía y Alberto ya habían ocupado nuestra habitación. Los niños corrían por todas partes, dejando juguetes tirados, mientras mis cosas mis libros, mis cremas, hasta el portátil estaban amontonadas en un rincón como si yo ya no existiera. Me quedé helada: “¿Pero qué es esto?” Javier, tan tranquilo, me dijo: “Lucía y su familia necesitaban un sitio. Pensé que podíais ir a casa de tu madre. Allí estaréis más cómodos”.

Casi me da un ataque de ira. Primero, ¡que esta es nuestra casa! La compramos juntos, eligiendo cada mueble con ilusión. ¿Y ahora tengo que desaparecer porque a su familia le apetece pasar unos días en Madrid? Segundo, ¿por qué no me ha preguntado? Quizás hasta habría aceptado, pero hablando antes. Pero no, esto fue un decreto. Y Lucía, ni siquiera se disculpó. Se limitó a sonreír y decir: “Venga, Marta, no te pongas así, solo serán dos semanitas”. ¿Dos semanas? ¡Que no quiero que toquen mis cosas ni un solo día!

Alberto, ese ni habla. Tirado en el sofá, tomando café en mi taza favorita, asiente con la cabeza a todo lo que dice Lucía. ¿Y los niños? Un desastre. Sofía, de seis años, derramó zumo en nuestra alfombra, y Mateo, de cuatro, convirtió mi armario en su escondite. Intenté recordarles que esto no es un hotel, pero Lucía se encogió de hombros: “Ay, son niños, ¿qué quieres?”. Claro. Y la que tiene que limpiar soy yo.

Intenté hablar con Javier a solas. Le dije lo mucho que me dolía su falta de respeto, que Lucas necesitaba estabilidad. Llevarlo a casa de mi madre, donde dormirá en un sofá-cama, no era la solución. Javier suspiró: “Marta, no exageres. Son familia, hay que ayudarles”. ¿Familia? ¿Y nosotros qué? Casi me echo a llorar. Pero apreté los dientes e hice las maletas. Si cree que me voy a quedar callada, está muy equivocado.

Mi madre, Carmen, se puso hecha una furia cuando se enteró: “¿Javier se cree el dueño de la casa? Venid aquí, cariño, que tengo sitio para los dos. Y que tu marido se prepare, porque esto no se queda así”. Está lista para ir a echar a esos intrusos, pero yo quiero evitar el escándalo. Solo necesito tranquilidad para pensar.

Mientras guardaba los juguetes de Lucas, me miró con sus ojitos grandes: “Mamá, ¿nos quedamos mucho en casa de la abuela?”. Lo abracé fuerte: “No mucho, cariño. Solo hasta que papá entienda”. Pero en el fondo sé que no volveré hasta que nuestra casa vuelva a ser nuestra. Y Javier tendrá que elegir: su “hospitalidad”… o su familia.

Rate article
MagistrUm
A regañadientes, voy con mi hijo a visitar a mi madre.