¿A quién busca usted? María Fernández, junto a Nicolás, salió al porche y observó a la visitante. ¡Busco a María Fernández! Soy su nieta, mejor dicho, su bisnieta. La nieta de Alejandro, su hijo mayor.
María Fernández se sentaba en el banco bañado por el sol, disfrutando de los primeros días cálidos. Por fin había llegado la primavera. Solo Dios sabía cómo había sobrevivido aquel invierno.
“Una vez más, no soportaré otro invierno”, pensó María Fernández mientras suspiraba aliviada. Ya no temía partir. Al contrario, lo esperaba con calma. Había ahorrado suficiente dinero y comprado su mortaja.
Nada la retenía ya en este mundo.
***
En otro tiempo, tuvo una gran familia: su marido, Fernando Jiménez, un hombre alto y fuerte, y cuatro hijostres varones y una niña. Vivían en armonía, se ayudaban entre sí y casi nunca discutían. Los niños crecieron y, uno tras otro, volaron lejos del nido.
Los dos mayores ingresaron en la universidad y luego se marcharon a distintas ciudades para trabajar. El tercero, que no destacó en los estudios, se convirtió en un próspero comerciante y acabó cruzando fronteras, donde echó raíces. La hija tampoco se quedó en el puebloalzó el vuelo hacia la capital y pronto contrajo matrimonio.
Al principio, los hijos visitaban a menudo a sus padres. Escribían cartas y, con la llegada de los teléfonos móviles, llamaban. Uno tras otro, llegaron los nietos. María Fernández empacaba su vieja maleta gastada y partía a cuidar de ellos.
Poco a poco, los nietos crecieron y ya no necesitaron de su abuela. Las llamadas se hicieron más escasas, y las visitas, un recuerdo lejano. La vida los arrastrótrabajo, familia, hijos propios que crecían.
El único motivo que los reunió de nuevo fue la muerte de Fernando Jiménez. Un hombre tan robusto parecía destinado a vivir cien años, pero la vida decidió otra cosa.
Después del funeral, los hijos se dispersaron. Al principio llamaban a su madre, pero con el tiempo, incluso eso cesó.
María Fernández intentó llamar ella misma, pero pronto comprendió que no era bienvenida y se retiró. Así vivió los últimos diez años. Algún hijo le recordaba de vez en cuando, y entonces, durante una semana, la mujer caminaba sonriendo para sí.
Una tarde, mientras reposaba en el banco, escuchó una voz familiar.
¡Buenas tardes, tía María! Un joven se asomaba tras la verja, sonriendo. ¿No me recuerda?
María Fernández entrecerró los ojos.
¿Nicolás? ¿Eres tú?
¡Sí, tía María! El muchacho entró al patio, radiante.
Nicolás era hijo de unos vecinos que no podían pasar un día sin pelear. Desde que María lo recordaba, siempre había sido un niño hambriento. Compadecida, ella lo alimentaba, le daba ropa que sobraba de sus hijos y lo dejaba dormir en su casa cuando sus padres armaban otro escándalo.
No duraron mucho sus padres. Murieron, y a Nicolás lo llevaron a un orfanato. Desde entonces, María no lo había visto, y lo echaba de menos.
¿Dónde has estado todo este tiempo? preguntó, alegre.
Primero en el orfanato, luego me alisté, y después estudié. ¡Ahora he vuelto a mi tierra! ¡Voy a ayudar a levantar este pueblo!
¿Levantar qué? María agitó la mano. Todos se han ido.
¡No importa! ¡Algo haremos!
Y así comenzó una nueva vida para María. Nicolás encontró trabajo con el mayor terrateniente del pueblo.
En sus ratos libres, arregló su propia casa, heredada de sus padres, y no olvidó a Maríala ayudaba en las tareas. La mujer recuperó la alegría y no tardó en llamarlo “hijito”. Así pasaron tres años.
Me voy, tía María dijo un día, con voz apenada. El terrateniente se ha vuelto insoportable. Exige trabajo pero no paga. Me marcho a buscar mejor suerte. ¡No te enfades!
¿Enfadarme? ¡Vete con Dios!
De nuevo, María quedó sola. A veces, la soledad le arrancaba lágrimas. Así pasaba los días, esperando su hora. Pero algo la retenía.
***
¡Buenas tardes, tía María! reconoció la voz al instante. Alzó la vista y vio un rostro conocido tras la verja.
¡Nicolás! ¿Eres tú?
¡Sí, tía María! El hombre, alto y bien vestido, entró en el patio. ¡He vuelto! ¡Para quedarme!
¡Qué alegría! María se apresuró. ¡Pasa, pasa, Nicolás! ¡Voy a poner la tetera!
¡El té suena bien! sonrió él. Pero antes iré a casa. No sabía que estarías, no traje regalos.
Media hora después, María y Nicolás, felices, compartían té en tazas antiguas mientras charlaban sin parar.
Ya estaba preparada para el otro mundo, Nicolás María enjugó una lágrima.
¡Ni lo pienses! él agitó un dedo en broma. ¡Ahora vamos a vivir bien, tía María! ¡Para envidia de todos! He ganado dinero, voy a montar mi propia granja. ¡Tú no te vas a ninguna parte!
¡Hola! ¿Hay alguien en casa? una voz femenina interrumpió su paz. María miró por la ventana y vio a una joven con abrigo corto y tacones altos.
¿A quién busca? María y Nicolás salieron al porche.
¡A María Fernández! Soy su nieta, bueno, bisnieta. La nieta de Alejandro, su hijo mayor.
María y Nicolás se miraron.
Intenté llamar, pero el teléfono estaba apagado. ¡Así que vine sin avisar!
¡Pasa! María, desconcertada, la invitó a entrar, mientras Nicolás cogía su maleta.
María y Nicolás observaban a Verónica, que disfrutaba de los dulces que le ofrecían mientras hablaba de sí misma.
No me gusta la ciudad. ¡Quiero vivir en el campo! Pero mis padres no lo entienden. El abuelo Alejandro sugirió que pasara unos meses aquí. Dice que si pruebo la vida rural, se me quitarán las ganas. Él llamó, mi padre también. Y yo. Pero no conseguimos comunicarnos. ¡Perdón por llegar así! No seré una carga. Tengo dinero. ¡Y traigo regalos de mi padre y mi abuelo! Me quedaré hasta los exámenesestudio a distanciay luego me iré.
¡Quédate todo lo que quieras! María, emocionada, sonrió. ¡Será un placer!
Pasó un mes. María observaba desde el banco cómo Verónica trabajaba en la huerta con destreza. ¡Nadie diría que era de ciudad!
Con la ayuda de Nicolás, Verónica desbrozó el abandonado huerto, lo dividió en parcelas, plantó semillas y construyó un invernadero.
Nicolás tampoco estaba ocioso. Con sus ahorros, comenzó una granja moderna. Contrató obreros para arreglar el tejado de María e instalar calefacción.
María sonreía. Ya no estaba sola.
A veces, una sombra de tristeza la envolvía al pensar que Verónica pronto se iría. Se había encariñado con su bisnieta. Pero el tiempo pasó, y la joven se preparó para partir.
¿Cómo haré con la huerta sin ti? María suspiró, empacando pastas para el viaje.
¡Solo riega, abuela! Nicolás se ocupará del resto. ¡Y yo volveré a escardar! Verónica sonrió.
¿Volverás