¿Cuándo está lista la cena?
Cuando la prepares, entonces lo estarás. La suegra dejó caer los gafas. Miguel, ¿qué quiere tu mujer que me ponga a hornear? ¿Y ella se quedará tirada?
Almudena, sin prestar atención, cogió unas bolsas y se encaminó al pasillo. La suegra la siguió.
¿Qué ocurre? ¿A dónde vas?
¡De vacaciones! ¡Adiós!
Almudena dejó las pesadas maletas en el suelo con un suspiro de alivio.
¡Estoy en casa!
Desde la habitación se escuchó un murmullo, y apareció el autor del rumor: un hombre de unos cuarenta años, tal vez un poco menos o un poco más, vestido con chándal y zapatillas de casa.
Almudena, ¿qué hábito es ese de gritar? No estás en tu pueblo. Compórtate.
En realidad, podrías haber venido y verás que el sueldo ya ha llegado y hay que comprar la compra.
Miguel soltó un fuerte suspiro:
¡Dios mío! ¿Qué compras?
Se dio la vuelta y entró en la habitación. Almudena suspiró de nuevo, cansada de tanto desorden.
Ella trabaja en dos curros para mantener el hogar, mientras su marido, bajo el impulso de su madre, lleva ya un año escribiendo un libro que nunca sale del borrador. El primero no lo valoraron porque nadie entiende de arte.
Se cambió de ropa, llevó las bolsas a la cocina y, a partir de mañana, empezará su permiso. Tiene que lavar el piso, colgar la ropa y volver a ordenar todo bajo la mirada vigilante de la suegra.
Doña Carmen entró en la cocina.
Almudena, ¿por qué te has desparramado? ¿Vas a alimentar al marido? Ha trabajado todo el día y ahora le toca esperar.
¿Ha ganado mucho?
Almudena ni siquiera sabía cómo había surgido la pregunta. Antes miraba con admiración al escritor novato que le prometía la fama. Cada mirada de la suegra la hacía temblar, y trataba de complacerla, aunque el remordimiento la atenazaba porque, mientras ella estaba de baja por maternidad, la suegra había sostenido a la familia.
Doña Carmen, que ya se disponía a irse, se giró abruptamente:
¿Qué has dicho?
Pregunté si había ganado mucho. Normalmente, quien trabaja lleva el dinero a casa.
¡Qué te crees! ¡Miguel ha pasado el día ideología del nuevo capítulo! ¿Cómo pretendes entender eso? ¡No sabes lo que es trabajar con la cabeza!
La mujer resopló y salió, y Almudena se quedó pensando:
¿Qué hago aquí? El niño del pueblo de sus padres ya hace mucho ruido, juega y alborota, y eso distrae a Miguel para que no pueda concentrarse en su inservible obra maestra.
Almudena se puso en pie y volvió a sacar los alimentos del frigorífico, pero ahora los colocó en una gran bolsa. El sueldo y la paga vacacional ya la tenían. Llevará comida sabrosa y, por el camino, comprará un regalo para su hijo.
Salió al pasillo, dejó la bolsa y buscó algo entre sus cosas. Miguel, sin apartar la vista de la tele, preguntó:
¿Cuándo estará lista la cena?
Cuando la cocines, entonces lo estará.
La suegra dejó caer los gafas.
Miguel, ¿qué quiere tu mujer que me ponga a hornear? ¿Y ella se quedará tirada?
Almudena, sin escuchar, tomó algunas cosas y se encaminó al pasillo. La suegra la siguió.
¿Qué pasa? ¿A dónde vas?
¡De vacaciones! ¡Adiós!
No esperó a que siguiera la conversación. Cogió la pesada bolsa y corrió escaleras abajo, intentando pillar un taxi. Sí, a 60kilómetros, ¿y qué? Una vez se vale.
Andrés ya estaba en la cama cuando Almudena entró en la casa de sus padres. El niño se despertó, corrió hacia su madre y la abrazó con fuerza. La mujer lo envolvió. ¡Cuánto le había faltado!
Su madre la miró con atención:
¿Qué ha pasado? ¿Cómo dejas a Miguel? ¿Quién lo cuidará?
La madre siempre había sido justa con el yerno, nunca lo aceptó del todo. Al principio, después de la boda, ellos visitaban los fines de semana a los padres de Almudena, pero la suegra, viendo cómo pasaba los días, lo puso en su sitio.
Bastaron unas cuantas visitas para que Doña Carmen despertara a Miguel a las seis de la mañana y le mandara a trabajar al huerto o al patio, hasta que el deseo de vacaciones desapareció.
¡Basta, madre! Estoy cansada. Me voy de vacaciones un mes entero.
La madre esbozó una sonrisa:
Pues gracias a Dios que descansarás y estarás con el hijo.
Almudena se acostó con el niño. No pudo conciliar el sueño hasta observar bajo la luz de la luna cómo había crecido su pequeño, y cuando finalmente se durmió, el aroma de pan recién horneado la despertó. Andrés ya no estaba. Almudena se estiró. ¡Qué bien! Justo al lado apareció el niño.
¡Mamá ha hecho tantas tartas! ¡Todo un tarro!
Después del desayuno, Almudena le dijo a su madre:
¿Qué tengo que hacer ahora?
¿Ya estás de vacaciones?
Sólo por diversión, tengo otro curro.
Vamos al huerto. La col está alta y hay que deshierbar los pepinos, no me alcanza el tiempo.
En la tercera fila de la huerta Almudena descubrió que el trabajo de la tierra le hacía feliz. Miró los surcos limpios, desherdados, y sonrió.
Por primera, nunca había visto a nadie desherbar con tanta alegría.
Al mirar al horizonte, escuchó:
¡Eugenio! ¿De dónde vienes?
La mujer corrió hacia su marido, que entraba al huerto desde el patio.
He ido a ver a tu padre a pedir la llave, y me dicen que Almudena ha llegado. No podía irme sin decirlo.
Eugenio era su vecino. Cuando tenía diez años, Almudena se había enamorado de él sin remedio. Él tenía quince y ya era casi un adulto, pero ella no le hacía caso. Le regalaba caramelos y la cuidaba. Después se alistó, volvió y Almudena ya era una muchacha. Se miraron avergonzados, él se sonrojó. Se casó, se fue a la ciudad y, durante diez años, no volvieron a verse.
Almudena preguntó:
¿Y tú por qué estás aquí?
No lo vas a creer. He venido a casa de mi madre. Me he divorciado hace un mes.
¿De veras? Pues no es asunto mío.
Al atardecer Eugenio y su madre se ofrecieron a invitarles a cenar. Asaron brochetas, charlaron de todo. Almudena sintió que ya no tenía que contenerse ni aguantar disgustos. En fin, nada es indispensable, se puede vivir tranquilamente.
Dos semanas después su madre se sentó frente a ella.
Almudena, hija, ¿qué piensas? ¿Vas a volver?
No lo sé, madre. ¿Cómo vivir? Tengo trabajo, pero no tengo vivienda.
¿Quizá alquilar algo? O quedarte aquí. Encontraremos empleo. Y Eugenio ¿Has visto cómo te mira?
Madre, ¿y qué? Es sólo el eco de la infancia.
No sé Eugenio es bueno, trabajador. En la ciudad dice que su curro es muy importante.
Almudena la miró sorprendida.
¿Acaso quieres que me case otra vez?
Doña Carmen se sonrojó.
¿Qué tiene de malo? Veo que os lleváis bien los dos.
Almudena se rió. Bueno, madre, a veces insiste.
Eugenio se fue una semana entera a trabajar. Almudena, tan triste, se quejaba consigo misma como una niña pequeña. Miguel la llamaba y le mandaba mensajes. Primero la regañaba por ser desagradecida, porque él la había sacado del pueblo y ella lo trataba así. Luego decía que la echaría del piso y con él al hijo. Almudena incluso se rió.
Curioso que, después de tantos años, nunca la había dado de alta en el domicilio. Entonces llamaba la suegra, diciendo que por la falta de gratitud de Almudena sentía presión y que, si no volvía pronto, todo lo que le sucediera sería culpa de la nuera.
Los últimos días se calmaron. Fue bueno, aunque extraño. Por la tarde llegó Eugenio, trajo una gran furgoneta para Andrés y les invitó otra vez a casa. La madre miró a Almudena con una mirada cargada, y ella sentía una alegría inmensa por Eugenio, que le hacía temblar el corazón.
Mientras asaban brochetas, aparcó frente a la casa una furgoneta. Almudena vio salir a una joven mujer que corría hacia Eugenio.
Cariño, ¿cuántas veces vas a esconderte? Basta ya. Vamos a la ciudad.
Oksana, ¿qué haces aquí?
Almudena entendió al instante: era la esposa de Eugenio, su antigua pareja, ahora una extraña presencia. La mujer tomó a Andrés del brazo y se dirigió al coche, pero apenas habían dado unos pasos cuando llegó un taxi.
Del taxi bajaron Miguel y su madre.
Mirad a esa mujer, paseando por aquí sin que su marido la vea.
¿Por qué habéis venido?
Almudena apretó los labios. Por fin comprendió lo incómodo que resultaban esas personas.
¿Descansado? ¡Vuelve a casa ya! ¿Qué pasa? El hombre tiene que trabajar, ella no hace nada, no cocina, no limpia, ¡no sirve!
¿Y el marido ha encontrado empleo?
La suegra se enfadó, pero entonces habló Miguel.
Sabéis que estoy escribiendo un libro, no es como cargar ladrillos en una fábrica.
Ya sabes, Miguel… Hace tiempo que quería decirte que eres un fracaso, que no eres un hombre. ¿Qué has hecho por tu familia? ¿Has provisto? ¿Has educado a tu hijo? No, tú y tu madre estáis sentados en mi silla. No volveré. Solo por las cosas. Y tened en cuenta que me quedaré con todo lo que compré en los últimos diez años.
Almudena se dirigió a la puerta y, para su sorpresa, allí estaba Eugenio, sonriendo.
Vaya, qué noche. Y bien hecho, has respondido como hay que.
Vieron cómo Oksana se acercaba a Miguel y su madre, discutiendo largamente con gestos.
Almudena no se quedó en el pueblo. Tras arreglar todo con Eugenio, ella y Andrés se fueron a la ciudad, a la casa de su nuevo marido. Él insistió en que cambiara de curro; que una mujer no debería trabajar en una fábrica. Ahora Almudena está en una oficina, clasificando papeles. Al principio le daba vergüenza, el sueldo era bajo. Pero Eugenio, sorprendido, le dijo:
Tu salario es tu salario. Los botones y los tacones son lo tuyo. El hombre debe mantener a la familia.
Miguel tampoco se quedó solo mucho tiempo. Se casó con Oksana. Ahora su madre tiene que mantener a dos parásitos. Por cierto, Almudena escuchó que rápidamente convenció al hijo de que dejara el libro y se fuera a trabajar a la fábrica.
En definitiva, todo lo que se hace, al final sirve. Donde una cosa se rompe, otra se levanta.
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