—¡A mí me da igual! —Lucía recorrió la habitación agitando las manos—. ¡Mamá, cuánto vamos a aguantar? ¡Mis amigas ya se ríen de mí!
—¡Mamá, otra vez gotea! ¡Otra vez! —gritó Lucía, saliendo del baño con el pelo mojado y una toalla en la mano—. ¡Te lo dije, hay algo raro con este piso!
—¡Baja la voz, que van a oír los vecinos! —silbó Carmen, dejando el trapo y apresurándose hacia su hija—. ¿Dónde gotea?
—¡Por todas partes! Del grifo, de la ducha, ¡hasta hay un charco bajo el lavabo! —Lucía agitaba los brazos, salpicando agua por el pasillo—. ¡Te lo advertí! ¡No teníamos que habernos metido en este caserón!
Carmen entró en silencio al baño, miró el agua extendiéndose por el suelo y se dejó caer en un taburete. Hacía un mes que se habían mudado a este piso de dos habitaciones en el centro de Madrid, vendiendo su casita en las afueras. Parecía que la vida por fin mejoraría: cerca del trabajo, tiendas, el ambulatorio. Pero ahora…
—Mamá, ¿qué haces ahí sentada? ¡Hay que hacer algo! —Lucía estaba en la puerta, envuelta en una bata.
—¿Y qué quieres que haga? —respondió Carmen, agotada—. ¿Llamar otra vez al fontanero? ¿Y pagarlo nosotras? Ya va tres veces este mes.
—¡Pues a lo mejor hay que hablar con la casera! ¡Que lo pague ella, si es su piso!
—Ya lo hice. Dice que es culpa nuestra, que no sabemos usar las cañerías. ¿Cómo se puede usar mal un grifo? —Carmen se levantó y empezó a recoger el agua con el trapo—. Anda, desayuna, que vas a llegar tarde al trabajo.
—¿Qué desayuno? ¡La cocina no funciona otra vez! —protestó Lucía—. Ayer me costó un siglo hacer la comida. Y hoy ni se enciende.
Carmen suspiró. La cocina llevaba dando problemas desde el primer día, pero la casera, doña Margarita, insistía en que estaba bien, que solo había que acostumbrarse. Acostumbrarse a que los fogones encendían cuando querían y el horno decidía trabajar según su humor.
—Vale, iré a casa de Lola, a ver si me deja hervir agua —refunfuñó Lucía, poniéndose los vaqueros.
—¡No molestes a los vecinos! —la detuvo Carmen—. Ya es bastante vergüenza. Ayer pedimos aceite a Lola, anteayer sal. Van a pensar que somos unas pedigüeñas.
—¿Y entonces qué? ¿Ir al trabajo con el estómago vacío?
Carmen miró a su hija y sintió el nudo habitual en la garganta. ¿Por qué habían aceptado esta mudanza? En su casita los problemas eran menos y vivían tranquilas, sin molestar a nadie. Aquí, cada día traía una nueva sorpresa.
Lucía se fue al trabajo hambrienta y enfadada, mientras Carmen se quedó lidiando con el agua. Secó el suelo, intentó apretar las llaves de paso… inútil. Un hilillo seguía escapándose.
El teléfono sonó justo cuando iba a llamar al fontanero.
—¿Carmen? Soy doña Margarita. ¿Cómo van las cosas? ¿Todo bien?
—Pues… —empezó con cautela—, es que otra vez la fontanería…
—¿Otra vez? —la interrumpió—. ¡Pero qué hacéis con mi piso! ¡Os dije que había que tratarlo con cuidado!
—No hacemos nada raro. Solo abrimos y cerramos los grifos, como es normal.
—¿Y entonces por qué llamáis al fontanero cada semana? ¿Habéis roto algo? ¿Algo pesado se os cayó?
Carmen apretó los labios. No habían roto nada, pero el piso no era ni la mitad de bueno de lo que doña Margarita había dicho al enseñarlo. Entonces todo funcionaba: agua, cocina, enchufes. Ahora, cada día traía una nueva decepción.
—Doña Margarita, ¿podría enviar a alguien a arreglarlo? Es que ya nos da vergüenza…
—¿A quién? ¡Si la culpa es vuestra! ¡Os advertí que las instalaciones son viejas, hay que tener cuidado!
—Pero en el contrato dice que todo está en buen estado…
—¡Y lo está! ¡Lo que pasa es que no sabéis usarlo! —rugió doña Margarita antes de colgar.
Carmen dejó el teléfono lentamente y miró alrededor. El piso estaba en pleno centro, luminoso, con techos altos. Pero cada día era más claro que esa belleza era solo apariencia. Cableado viejo, tuberías oxidadas, ventanas que no cerraban bien… y la casera no quería ni oír hablar de arreglos.
A mediodía, Lucía volvió con cara de tormenta.
—¿Y? ¿Arreglaron algo? —preguntó, dejando caer el bolso al suelo.
—Ni hablar. La casera dice que es culpa nuestra.
—¿Nuestra? ¿De qué? —saltó Lucía—. ¿De que su piso se cae a pedazos?
—Lucía, no grites. Las paredes son finas, lo oirán los vecinos.
—¡Me da igual! —dio vueltas por la habitación agitando las manos—. Mamá, ¿cuánto vamos a aguantar? ¡Mis amigas ya se burlan! ¡Dicen que vivo como una gitana, sin agua, sin luz…!
—Que se callen —refunfuñó Carmen—. Sus padres tienen pisos en propiedad, no alquilados.
—¿Y por qué no compramos nosotras también? —sugirió Lucía—. Con lo de la venta de la casa, ahorramos un poco más…
—¿Qué dinero? —se sorprendió Carmen—. Casi todo se fue en tu tratamiento.
Lucía calló. La operación había costado mucho, y por eso se mudaron cerca del hospital. Pensaron que alquilar sería temporal, hasta que Lucía se recuperara. Pero acabaron atrapadas.
—¿Buscamos otro sitio? —propuso Lucía, insegura.
—¿Con qué? —Carmen señaló las facturas en la mesa—. Mira. Luz, agua, alquiler, tus medicinas. Apenas llegamos.
Lucía hojeó los papeles y silbó.
—Vaya… No sabía que era tanto.
—No tenías por qué saberlo. Es mi preocupación. —Carmen juntó las facturas—. Pero ahora entiendes por qué no podemos irnos así porque sí.
Lucía asintió en silencio. Luego preguntó:
—Mamá… ¿te arrepientes de haber vendido la casa?
Carmen tardó en responder. ¿Se arrepentía? Claro. Su casita era pequeña pero acogedora. Huerto, vecinos conocidos, todo familiar. Aquí se sentían como extrañas.
—Sí —admitió—. Pero lo hecho, hecho está. La casa está vendida. Seguiremos adelante.
Lucía miró alrededor y, de pronto, sonrió.
—Mamá, ¿y si esto es una prueba? Como en los cuentos. Al final, todo sale bien.
Carmen la miró y, por primera vez en semanas, sintió un atisbo de esperanza. Tal vez su hija tenía razón. Tal vez, después de tanto caos, las cosas empezarían a mejorar.